Sobre lo justo (tò díkaion) (1)

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Nota. Me referiré al marco de relaciones sociales que se estima adecuado para que cada hombre viva placenteramente.
Así, pues, trataré brevemente la relación existente entre: la necesidad de comunicar las experiencias, el uso de la comunidad, el lenguaje, la justicia y el vínculo de afecto o amistad.
Se sostendrá después que lo justo (tò díkaion) es originada por una convención o acuerdo entre los hombres y, en tal sentido, el trato justo es concebido, dentro de este contexto, como un acuerdo acerca de lo conveniente para no hacerse daño ni sufrirlo en las relaciones mutuas.
Ahora bien, la justicia es igualitaria para los epicúreos, pues estos no reconocen diferencias de clases ni de castas entre los hombres.
Por otra parte, se destaca además que la justicia corresponde a una determinación del trato que hace posible la seguridad requerida en la medida suficiente, para, a partir de ahí, lograr una confianza de carácter consistente. Tal cosa es lo que permite efectivamente la concesión de la amistad o el afecto (philía). Sucede, pues, que la amistad es el despliegue activo de la afinidad entre individuos (quienes se reconocen mutuamente gratitud por ese mismo lazo contingente y libre). Este vínculo se manifiesta en el ámbito de la comunidad y a partir del marco de la justicia, desde el que la amistad corresponde al trato por el que cada individuo es reiteradamente afectado y beneficiado por la más placentera conformación del uso comunitario.

Todo lo que se ha escrito en los anteriores capítulos resulta importante al momento de explicar el modo en que Epíkouros piensa, respecto al marco o ámbito adecuado para que cada hombre viva placenteramente, sin ser impedido para ello por la necesidad de una constante relación con los demás hombres. Ahora bien, al ámbito en el que se dan tales relaciones es el mismo por el cual, la comunidad (koinonía) y el lenguaje (lógos) poseen un mismo origen[1].

Tal ámbito, por cierto, corresponde a la paradójica necesidad de comunicar y distinguir las experiencias (y esto ocurre, desde un comienzo, con las imágenes, las afecciones y las sensaciones) que llegan a ser reconocidas por medio de la “utilidad” o la conveniencia de la comunicación.

Existe, pues, una necesidad propia de los seres sensibles y es la de comunicar y contrastar experiencias (lo cual permite su codificación o “registro”). De hecho, la experiencia solo llega a ser tal, en la medida en que es comunicada y contrastada, siendo así reconocida. Es, por tanto, necesaria tal comunicación de experiencias; nos orientamos mediante aquello que reconocemos y, al momento en que reconocemos algo, lo distinguimos de otras cosas. De tal manera, cuando identificamos fenómenos (o acontecimientos), los diversificamos. Es, quizá, esta misma, la paradoja básica del lenguaje (lógos): cada nombre comunica algo, pero ese nombre trae consigo la implícita aceptación del constante uso de analogías que solo llegan a ser convenidas para permitir el uso de un registro orientador, como es el lenguaje.
Un lenguaje que, en todo caso, halla su fundamento en la continua representación de imágenes que han acontecido (lo cual se lleva a cabo mediante las “diversas” operaciones de la mente: reflexión, voluntad, memoria y proyección imaginaria). Por tanto, toda comunicación de experiencias se basa en la capacidad (mental) del hombre para “ponerse fuera de sí”, es decir, para “extasiarse” en su experiencia y, a partir de ella, tener cierto control de su circunstancia. Cada nombre, en consecuencia, es usado con el propósito de indicar la cosa al modo de un símbolo (sýmbolon) de aquello que físicamente le ha acontecido o que le ha impresionado; lo que quiere decir que el nombre es empleado no solo con un uso indicativo o paradigmático, sino además simbólico, como ocurrió probablemente en la mayoría de los primeros usos, de modo no muy distinto al uso mágico de las palabras o nombres, en el cual es característico que el nombre no indica (reflexiva o distanciadamente) la cosa, sino que representa, instantáneamente, la cosa; lo que equivale a decir que se da, realmente, con la cosa[2].

Por otra parte, es preciso destacar que el lenguaje no es un hecho individual, sino comunitario (el lenguaje se va dando mediante el uso de ciertas facultades y se utiliza para comunicar algo), pues responde a necesidades comunes que se manifiestan en el uso del propio cuerpo en esa adaptación al medio a la que ya antes nos hemos referido. Así, pues, el origen del lenguaje es, simultáneamente, el origen de la comunidad, puesto que ambos surgen a partir de una misma utilidad, la cual es evidente, a su vez, en el uso de la comunicación. Los hombres viven, por cierto, propiamente como tales en el uso que hacen del lenguaje, puesto que, justamente, se reconocen, alguna vez, como tales, al comparecer con otros semejantes, con los cuales pueden convenir. Ocurre, entonces, que la comunidad se desarrolla simultáneamente con el uso del lenguaje. En este sentido, condición de la palabra es no estar solo (la necesaria referencia a lo que el poeta español Antonio Machado ha llamado “la otredad”); y condición de estar con otros es la palabra que identifica: el nombre. El carácter útil de los nombres se revela únicamente en el uso que hacemos de ellos, y tal uso –cuando es adecuado– corresponde a la comunicación. También es importante destacar que el lenguaje adviene, necesariamente, a partir de la constante comparecencia e interrelación entre los hombres. Esto último se ha inferido por cuanto no podríamos imaginarnos que un solo hombre haya inventado el lenguaje, ya que como ha sido anteriormente dicho, la utilidad del lenguaje se manifiesta en su uso[3], el cual implica siempre reciprocidad –el lógos surge como diálogos– llegando a conformarse básicamente mediante una reiterada comunicación de experiencias.

Ahora bien, fueron las necesidades comunes -según el epicureísmo- las que motivaron los primeros contactos o los primeros encuentros en que comparecían los hombres; y sucedió en tal sentido que, al momento de comunicarse, ellos se indicaban las cosas para discernir lo conveniente y lo inconveniente en conformidad a determinadas situaciones.
Entonces, las imágenes (evocadas) y las afecciones (representadas) produjeron combinaciones de particulares sonidos; resultando así que los sonidos emitidos fueron captados y su resonancia conmovía, de algún modo, a los individuos comparecientes. Sucedió, por consiguiente, que los nombres –al ser emitidos y transmitidos– revelaron el cometido inmanente a toda comunidad: la comunicación de lo que nos afecta, siendo que tal comunicación de las afecciones nunca puede ocurrir más allá del lenguaje[4]. Por consiguiente, ninguna experiencia puede haber.

La utilidad del lenguaje llega a ser manifiesta en el trato correspondiente a ese estar en contacto con nuestra circunstancia (la cual integran también otros hombres), en la medida en que la determinamos y somos determinados por ella o, quizá mejor dicho, con ella.

En tal sentido, es pertinente recordar que, para el epicureísmo, el lenguaje se origina, naturalmente (phýsei) en la comunidad y es la constante referencia a lo naturalmente común aquello que lo determina, pues la necesidad de expresar la naturaleza[5] ocurre estando ya comunicándose con el otro. En consideración a esto último, parece cierto que cada hombre jamás ha reconocido estados de ánimo ni nombrado imágenes sin estar con otros hombres; pues es preciso, para cada cual, el distinguir al otro para así reconocerse, no obstante que tal comparación produzca siempre, en alguna medida, una separación. La actitud del epicúreo es, entonces, la de no transgredir lo naturalmente dado, y esto equivale, por cierto, a reconocer que la experiencia de la naturaleza humana ocurre fundamentalmente en el marco de la convivencia (humana), es decir, acontece durante el uso de la comunidad, la cual, aun cuando pueda manifestarse de diferentes modos y en distintas circunstancias, siempre ha de estar presente como necesario y básico marco de referencia para el hombre.

Ahora bien, según el planteamiento del epicureísmo, el hombre –al menos, inicialmente– fue incapaz de concebir un bien común, pues vivía sin costumbres (determinadas) ni normas comprobadamente útiles para su comportamiento, pues usaba de sus fuerzas solo para sí[6] y principalmente en consideración a su exclusiva subsistencia (Lucretius, R.N., V, 953 y ss.).

Así, pues, una vez que los hombres aprendieron a emplear las chozas y las pieles animales (como cobertores), el fuego y la vida en pareja, cuando vieron que producían una descendencia y decidieron dedicarse a protegerla; se tornaron menos adaptables, menos inquietos, menos rudos, menos vigorosos, pero más sensibles (o quizá mejor dicho, más emotivos). Entonces, el hombre ya asentado comenzó a “estrechar sus vínculos” con sus compañeros. En consecuencia, incrementada tal interrelación, la convivencia era posible sólo si se ponían de acuerdo en alguna medida. Es en virtud de tal acuerdo y de ese darse en conjunto, por lo que comienza a manifestarse la utilidad de la comunicación, o lo que antes llamamos, el uso comunitario.

Nos parece importante, también, destacar que el planteamiento epicúreo acerca de la organización humana presenta muchas semejanza con la perspectiva atomista de su teoría física.[7] En este sentido, es notable que lo primordial, según esta doctrina, son los elementos básicos o simples. Así, pues, no hay una subordinación previa del individuo (humano) o del átomo, a algún plan u objetivo prefijado que pudiera conferir, inicialmente, un sentido determinado al conjunto atómico o a la sociedad humana -pensada aquí como algo abstracto que surge al integrarse los individuos-, rechazando, por tanto, cualquier ordenamiento paradigmático en las combinaciones de la naturaleza. Tampoco considera Epíkouros que el hombre se realice cabalmente en la colaboración política, como postulaban, por ejemplo, Aristotéles y los estoicos. Conviene, además, advertir que, de acuerdo con la doctrina que aquí examinamos, la comunidad jamás ha tenido unas normas válidas objetivas al margen de los relativos intereses del individuo. De tal manera, ocurre que, por el conocimiento de la naturaleza (physiología), se concluye que esta no posee una finalidad propia y que es indiferente, en su fortuito despliegue, al “azaroso destino” de los humanos[8].

Al mismo tiempo, la sociedad establecida no compensa al individuo, sino con vanas opiniones y quiméricos anhelos, que le hacen convivir en un agitado marco de expectativas y de angustias, y entre rivalidades constantes y superfluas. Por otra parte, al considerar lo anterior, parece claro que la insistencia en la búsqueda de la seguridad (aspháleia) con respecto al trato o convivencia con los demás hombres, es algo sintomático de la personal vivencia de Epíkouros de un tiempo de inestabilidad y confusión[9].

Lo que se ha puesto en relieve anteriormente, hace que Epíkouros repare en que, conforme al estudio de la naturaleza (Physiología), la sociedad –como tal– no existe de modo natural u original, sino en virtud del progresivo desarrollo de lo gregario en los hombres “primitivos” que tienden luego a llevarlos a congregarse bajo un determinado acuerdo. Es así como, para el epicureísmo, la función colectiva no está regida por normas impuestas desde fuera, por los dioses o la naturaleza, y esto último se funda en que la sociedad, según esta concepción, se compone de individuos tal como el universo se compone de partículas atómicas, siendo que los elementos iniciales o básicos tienen una consistencia que no tienen los agregados. Así también, sucede que, para los epicúreos, según ya hemos dicho anteriormente, los hombres primitivos vivían al comienzo a la manera de las bestias salvajes y vagaban dispersos, expuestos a peligros constantes y al ataque de las fieras. Posteriormente, cuando ya habían desarrollado el uso de la comunicación por el lenguaje (que para los epicúreos tiene un fundamento natural, pues está dado, como una capacidad, por la naturaleza -phýsei -, aunque luego se perfeccione por acuerdo -thései-) y gozaban de un cierto manejo de instrumentos técnicos, guiados por la necesidad y encaminados hacia su provecho, establecieron entre sí un acuerdo (synthéke) para no dañarse mutuamente (en el sentido de no impedir los intereses básicos de cada cual, dentro del marco en el que hay una constante contienda de intereses), para permitir la adecuada convivencia y tal fue el fundamento de la justicia y las normas. De esta manera, en conformidad con el epicureísmo, tanto la comunidad como sus normas proceden, por consiguiente, de un acuerdo o conversión y, así, las normas han de ser convenientes a las condiciones de las actuales circunstancias (tà prágmata), pudiendo siempre variar ellas según varíe la conveniencia de los individuos.

En relación con lo que ya se ha apuntado, parece pertinente destacar el carácter convencional y no absoluto que tiene para Epíkouros lo justo, que no se rige por su referencia a valores trascendentes ni a ideales sobrehumanos, sino que surge en circunstancias muy concretas. De ahí que tanto la justicia (dikaiosýne) como las normas (nómoi) tengan una validez limitada, historia relativa. Lo justo, según las leyes, debe adecuarse a las circunstancias y cuando estas varían, puede variar con ellas lo conveniente (to sýmpheron); variando, en tales casos, lo que la comunidad considera justo en la respectiva circunstancia.

[1] En cuanto a la relación entre comunidad y lenguaje, como también para el tratamiento del tema de la justicia, ha sido aquí de gran ayuda el excelente trabajo de J. M. Garrido "Del Uso Comunitario en el Epicureísmo", escrito correspondiente a la exposición pronunciada el 25 de noviembre de 1997, en el Seminario sobre Epíkouros realizado por P. Oyarzún (Instituto de Filosofía, P.U.C.Ch.).

Es importante advertir que la noción de “comunidad” (koinonía) corresponde aquí a una congregación o conjunto de hombres que se relacionan entre sí en conformidad a ciertas normas o acuerdos.

Ahora bien, cuando aludimos a algunas necesidades comunes, nos referimos a impulsos a los cuales no es posible resistirse o sustraerse por mucho tiempo, por ser propios de nuestra naturaleza (humana). Es así que necesitamos de la convivencia o la interrelación con otros hombres (semejantes), porque es algo básico para nuestra adaptación al medio y, también, para nuestra conservación. La comunidad responde, pues, a un deseo natural y necesario para la vida humana, ya que ella es deseada como deseamos el agua y el alimento. Si bien, en este sentido, es relevante añadir que, según el estudio de la naturaleza, el lenguaje – aquello con lo cual satisfacemos tal deseo – nos representa algún plus con respecto a los útiles o modos de comunicación de otras especies de animales. Por otra parte, al escribir acerca del uso de la comunidad, nos referimos al ejercicio de una capacidad o, dicho de otra manera, al desarrollo efectivo del cuerpo que conformamos, por cuanto se refiere a una específica capacidad.

El “uso” es el empleo de algo que es evidentemente factible y, en tal sentido, el uso natural de nuestro cuerpo coincide ya con el disfrute del mismo. Es en tal contexto que el lenguaje claro y el trato justo, lo mismo que la sensatez y la práctica filosófica son, para el epicureísmo, ejercicios que implican efectivamente utilidad, la que coincide con el placer que nos es connatural.
Tal “utilidad” (khreía) es entendida, a la vez, como uso (actividad) y como provecho (efecto).

[2] Nos parece bastante coherente la afirmación de J. M. Garrido al respecto, en el texto ya citado: “Consecuentemente, por muy arriesgado y provocativo que parezca, deberemos concluir que, para el epicureísmo, las palabras – las primeras palabras, al menos – son las cosas. La palabra las trae al ser en el entre-nosotros de la experiencia. Por otro lado, todo discurso que olvida la resonancia primera de las cosas es el discurso de la vana opinión. El discurso que, de algún modo, omite la exhortación urgente a escuchar el grito de la naturaleza.”

[3] Vid Lucretius, R.N., V, 1041-1049.

[4] Por otra parte, tampoco los nombre han de ser empleados adecuadamente, transgrediendo las impresiones que se trata de comunicar. La concepción del lenguaje como un medio “claro”, por parte del epicúreo, en tal contexto, nada tiene que ver con las formas “vacías” del especialista y su discurso que gira sobre sí mismo, ni con las engañosas simulaciones del que solo añora el poder, de acuerdo al deseo de subordinar a los otros, lo cual, en todo caso, se pone en evidencia al ocultar los propios intereses.

[5] Cada cual se expresa, entonces, para poner a prueba o ensayar sus propias capacidades, con el propósito de orientarse y lograr preservarse. Así lo ha expuesto justamente, Lucretius, aludiendo a algunas analogías bastante claras (Lucretius, RN, V, 1033 y ss.). De tal manera, cada criatura, según sus específicas cualidades, intuye qué uso puede hacer de sus facultades. Por ejemplo: el cachorro de pantera se defiende con dientes y garras que aún no han crecido o las pequeñas crías de pájaros intentan sostenerse en el aire con sus alas precarias. De un modo semejante, el hombre se lanzó a sonar y balbucear hasta poder resonar (Cf. Garrido, Juan Manual, art. cit.).

[6] En tal sentido, parece ser que lo que hay originalmente con respecto a las relaciones humanas es, por una parte, contiendas de intereses y, por otra, necesidades comunes.

[7] Vid. Müller, R., Die Epikureische Gessellschaftstheorie, Berlín, 1974, pp. 34 y ss.

[8] Vid. García Gual, C., op cit. p. 199.

[9] En esta perspectiva se refleja, sin duda, la experiencia personal de Epíkouros, testigo sensible de una época crítica y turbulenta, en la que los ideales democráticos de cooperación ciudadana y progreso colectivo subsistieron como vacua retórica, mientras que se extendían el escepticismo y la desesperación ante las alternativas del poder arrebatado por caudillos violentos (Vid. García Gual, C., op.cit. pp. 38 y ss).
En tal sentido, podemos evocar brevemente la situación histórica de aquel período, citando una parte del libro de P. Nizan, Los materialistas de la Antigüedad (1938), trad. española, Barcelona, 1971, pp. 124-125:
“Entre el año 307 y 261 se suceden cuarenta y seis años de guerras y alborotos; el gobierno cambia siete veces de manos, los partidos se disputan el poder, y la política exterior de Athênai se altera una y otra vez. En cuatro ocasiones un príncipe extranjero establece su mandato y modifica las instituciones. Tres movimientos de insurrección son sofocados sangrientamente. Athênai sufre cuatro asedios. Más tarde, es víctima de la miseria política y económica. Sangre, incendios, pillajes, muerte: es el tiempo de Epíkouros”.

This entry was posted on 22 abril 2009 at 15:52 . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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