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El tiempo es siempre una entidad relativa a algún cuerpo y, en consecuencia, se dice que es una naturaleza acompañante. Es imposible, entonces, la reflexión acerca del tiempo, sin referirlo a algún cuerpo subsistente por sí mismo. Así, pues, volviendo a la manera habitual con que hablamos de él, podemos advertir que, al referirse a los cuerpos, a propósito de sus propiedades y accidentes, el lenguaje habla con evidencia del tiempo que los acompaña, en cuanto que aquellos tienen lugar “en” él. Por otra parte, la evidencia de nuestra comprensión del tiempo es tal, que todo intento por esclarecerlo implica la ofuscación. A nada podemos oponerlo, y no podemos definirlo o pensarlo, sin ya suponerlo. Todo aquello que nos representamos tiene lugar en él. Pensamos, pues, a partir de sus coordenadas.
Ahora bien, el rechazo habitual por parte de Epíkouros a las definiciones manifiesta una oposición a la creencia en interiores ocultos que contienen el verdadero ser de lo que muestra claramente sus características en la experiencia. “Tal rechazo se hace especialmente explícito a propósito del tiempo, pues la polémica epicúrea contra la creencia metafísica en lo oculto favorece una concepción del ser en términos de superficialidad. [En tal sentido,] Es precisamente el tiempo aquello que de ningún modo puede ser pensado en otros términos que no sean los de la superficialidad”. [1]
Hemos dicho ya que el tiempo es indefinible. Sin embargo, corresponde agregar que él, además, es indemostrable. Esto se debe a que la demostración puede considerarse, si no una variante de la definición, en todo caso, afín a esta, en cuanto que pretende dar razón de algo mediante una referencia a otra cosa, no inmediatamente manifiesta en ella, por considerarse que contiene su principio. Sin embargo, según lo que ya se ha afirmado del tiempo, en cuanto a que solo puede ser pensado a partir de su evidente superficialidad, resulta que este es una entidad incomparable, indefinible e indemostrable.
Ahora bien, el tiempo es una entidad peculiar y el carácter propio de su examen es la reflexión (epilogismón). En tal sentido, Epíkouros nos advierte (Cf. Carta a Heródoto, 73) que, sobre todo, se ha de reflexionar sobre aquello a lo cual asociamos su singular carácter y por lo cual lo medimos (parametroûmen / katametroúmen).[2] Se destaca, entonces, que pensar el tiempo implica necesariamente referirlo a aquello que expresamente lo manifiesta en su acaecer. En consecuencia, el tiempo es una entidad relativa que presenta el peculiar rasgo de ser incorporal (asómaton). Por otra parte, aquello que lo manifiesta expresamente son las cualidades accidentales: días y noches; horas; las conmociones anímicas, la tranquilidad anímica; el movimiento y el reposo. Con respecto a tales naturalezas, decimos usualmente que duran un tiempo (“mucho” o “poco”, según este es determinado cuantitativamente). Sucede, entonces, que esas mismas cosas son accidentes que el tiempo acompaña (parépetai), de manera que es este evidente, con mayor claridad, como algo que indica el acontecimiento de lo transitorio. El tiempo, en conformidad con esto último, permite descubrir que los ajustes y estallidos atómicos tienen siempre como marco la superficialidad de la materia, y que toda percepción de cuerpos es el efecto de una ingerente colisión entre envolturas.
Revisemos, entonces, los ejemplos que Epíkouros da en relación a los accidentes en que se manifiesta el tiempo. El día y la noche son accidentes del aire circundante. El día ocurre a consecuencia de la iluminación por el sol, en tanto que la noche resulta de la privación de la iluminación por el sol. La luz que recibe el aire de los astros, al igual que su falta, son accidentes que acaecen con él. La hora es también un accidente del aire, en tanto indica una variable posición en referencia al sol.[3] Los distintos estados de ánimo, de placer o dolor, son accidentes de aquellos [hombres] que son afectados, agradable o dolorosamente. Además, el movimiento y el reposo son, ciertamente, accidentes de los cuerpos compuestos, pues todo cambio que acontece en ellos (rapidez y lentitud del movimiento, la mayor o menor duración del reposo de los cuerpos en conjunto, etc.), lo medimos por el tiempo. En tal sentido, esta peculiar entidad determina aquello a lo que acompaña, a partir de la transitoriedad de las diversas modificaciones (ajustes y estallidos) en la totalidad de la materia. Sin embargo, es notorio que el tiempo es pensado en referencia a las distintas composiciones de la materia, indicando, como duración de ellas, la transitoria continuidad de aquello que se inclina indefectiblemente a la espontánea discontinuidad que es propia de la naturaleza. A este propósito, se debe recordar que la distinción entre cualidades propias y accidentales obedece a un criterio temporal, pues las primeras se dicen permanentes y las segundas, transitorias, siempre en relación a los cuerpos en que acaecen. Las mismas cualidades que se dicen permanentes son, a su vez, contingencias que tienen lugar en relación a la totalidad de los elementos atómicos inmutables.[4] Ahora bien, el tiempo es, según nos parece, indicio de una transitoria modificación en la superficie de los cuerpos, indicando siempre los efectos del movimiento atómico y se hace evidente, en lo que llamamos “naturaleza acompañante”, de manera semejante a como la noción es indicio del ser específico de una cosa.[5]
Epíkouros destaca que el tiempo es una entidad relativa a todo lo natural, que acompaña, a su vez, a todo acontecimiento. Así, pues, tal como lo interpreta Demétrios el Laconiano, dice que el tiempo es el accidente de los accidentes (sýmptoma symptomáton). En tal sentido, este es evidente en referencia a los días, las noches, las horas; los estados afectivos, los movimientos y reposos, es decir, en accidentes o, más correctamente, con ellos. Por lo tanto, cuando decimos del tiempo que está referido a estos, como accidente de los accidentes, lo señalamos destacando un doble sentido de tal genitivo. El primero lo da el genitivo objetivo: el tiempo acompaña a los accidentes (manifestándose en ellos, siendo con ellos, jamás por sí mismo). El segundo sentido es subjetivo: cada accidente se manifiesta en el tiempo, sucede en él y es evidente, como tal, en la medida de su oportunidad y su extensión temporal.[6]Los accidentes, por tanto, jamás son atemporales (ouk ákhrona).
Ahora bien, deseamos destacar que el hecho de que Epicuro piense el tiempo como una entidad peculiar, no solo obedece a su carácter propio de hallarse siempre en referencia a determinados cuerpos, sino también porque, como dice Sextus el Empírico, este es un ente incorpóreo (asómaton), pero no del mismo modo en que hacen los estoicos; pues mientras esos suponían que el tiempo es una cosa incorpórea concebida como existente por sí misma, Epíkouros lo suponía ser [acompañante de ciertas cosas,] accidente de los accidentes[7].
El tiempo, de acuerdo con lo que hemos visto, acompaña a todo fenómeno, determina su aprehensión y condiciona su recta designación. Sin embargo, nos queda aún examinar cómo es entendido el tiempo en relación a nuestra vida.[8] Este es una condición universal del ente y, a la vez, en el marco del pensamiento, es coextensivo con este. En tal sentido, nosotros, en cuanto somos cuerpos dotados de propiedades y afectados por accidentes, permanecemos sujetos a la misma condición temporal que los demás cuerpos. Nuestra propia experiencia obedece a esta condición, puesto que nuestras modificaciones psíquicas se deben a las causas corpóreas externas o a las opiniones, rectas o erróneas, que nos forjamos a propósito de esas causas.[9]
El tiempo es en todos los casos el mismo (al acompañar los distintos fenómenos), pero presenta, según se muestra en nuestro modo de hablar de él, un rasgo específico al referirse a la experiencia vital[10], al curso general de nuestra existencia. Esto se debe a que el hombre lo siente.[11] Hay, por tanto, una cierta sensación de lo transitorio –en la secuencia de lo experimentado- que el hombre puede siempre interpretar desde distintas perspectivas, o, más bien, desde distintos modos de proyectarse (anímicamente) con respecto a la propia vida. Es esto lo que indican, en el habla común, cada una de las etapas de la vida (juventud, vejez y madurez), correspondiendo a un diverso modo de proyectar la experiencia a una medida respectiva, que habitualmente llamamos edad[12](es decir, un determinado período en relación con el tiempo total de nuestra vida). Ahora bien, lo que Epíkouros considera característico de cada una de estas edades está brevemente expuesto al inicio de la Carta a Meneceo (122):
“Nadie, por [considerar que es] joven, tarde en filosofar, ni tampoco por [pensarse] viejo, se fatigue de filosofar, pues para nadie es demasiado pronto ni demasiado tarde en lo que atañe a la salud del alma. El hombre que dice que todavía no le ha llegado la hora de filosofar o que ya pasó [para él] es como el que dice que todavía no es hora de la felicidad o que ya no es hora para ella. De modo que han de filosofar tanto el joven como el viejo; este (el viejo) para que, mientras envejece, se rejuvenezca por la gratitud en relación a los bienes del pasado, el otro (el joven), para ser, al mismo tiempo, joven y maduro por la ausencia de temor ante el futuro.”
Así, pues, este fragmento destaca la relación entre la filosofía como actividad cotidiana y efectiva en la búsqueda de la felicidad, y el conjunto total de nuestra experiencia, o lo que aquí también llamamos el despliegue total del tiempo anímico (en cuanto transcurso total del tiempo de la vida). Se alude en el texto ya citado a las distintas edades (juventud, vejez y madurez), y se advierte sobre la necesidad de mantener continuamente una determinada actitud, la cual es aquí considerada la propia de quien se dedica al ejercicio de la filosofía. Tal actitud no coincide ni con la habitual del joven (caracterizada por los extravíos de sus pasiones y la inquietud con respecto a la fortuna) ni con la del anciano (cuyos rasgos típicos son: la desidia, el desencanto y la fatiga), sino que corresponde a una peculiar perspectiva que, de acuerdo a Epicuro, no se identifica con una determinada etapa o edad de la vida, sino con una madurez que es un desarrollo afectivo suficiente[13] en el que están presentes algunos rasgos de la juventud (vigor, jovialidad, disposición a la amistad), y otros de la vejez (estimación del cálculo racional y lo conveniente según este)[14]. Sin embargo, lo que en el texto se destaca es un talante en el que se dan, a un mismo tiempo, la gratitud (kháris) con respecto al pasado y la ausencia de temor (aphobía) en relación al futuro. Es evidente, entonces, que lo que se advierte es la necesidad de referir nuestra actividad al fin de la naturaleza (en el sentido que es el fin que la naturaleza ha demostrado como principio y fin de nuestra conducta), sin tardanza ni diferimiento, pues al hacerlo así se irradia aquel temple a toda representación mental (surgida a partir de nuestra experiencia), logrando, por lo tanto, una perspectiva desde la que el tiempo total de esta [15] es considerado, a cada instante, en referencia al fin de nuestra vida.
Ahora bien, en cuanto la filosofía es el saber del fin de la vida, descubre que todo tiempo de la vida es el tiempo propicio[16] para el logro de la felicidad, así como también demuestra que todo presente es el tiempo adecuado para aceptar la contingencia propia de todos nuestros placeres (es esto lo que motiva simultáneamente la gratitud y la ausencia de ansiedad). Tal descubrimiento es, en efecto, el saber del fin de la vida[17], de nuestro vivir sin jamás ser determinados fatalmente ni supeditados a un sentido exterior. A partir de este saber fundamental que determina la temporalidad de la vida y señala a la filosofía como su saber, esta se profiere a sí misma como continua exhortación a discernir lo propio del fin de la vida y a empeñarse en todo tiempo a su consecución. Por lo tanto, esta necesidad (impostergable) es, a la vez, una determinación de la filosofía como tal, y circunscribe su ejercicio. Ella consiste, para Epíkouros, en el continuo ejercicio de establecer nuestra perspectiva vital (con el temple anímico respectivo) en conformidad con el fin de nuestra vida, siempre inmanente a ella, siempre presente en cada momento: la felicidad (eudaimonía).
Por otra parte, cabe detenerse en la importancia del fin (télos), el cual, según Epíkouros, es siempre inmanente a la vida. En tal sentido, como se anuncia reiteradamente en la physiología epicúrea, el fin que se persigue viene a ser un desengaño o desencantamiento del universo, mediante la extirpación de las suposiciones sobre el sentido extrínseco que animaría a este. De tal manera, el desencantamiento coincide con afirmar un inmanentismo irrestricto de lo que acontece (la naturaleza). Así, pues, no se niega todo fin, sino la finalidad trascendente que permite que se produzca una fisura, una suspensión del cumplimiento del fin en la vida misma, propugnando o anteponiendo, en cada instante, un “más allá”. Sucede, entonces, que, al parecer, lo que se quiere evitar es la proyección del fin de la vida a la trascendencia (operación que lo coloca, por cierto, en un ámbito ilimitado); pues, para Epíkouros, nada tiene un fin más allá de su propia constitución o naturaleza.
Este planteamiento inmanentista tiene, por cierto, un supuesto: solo la inmediatez del fin de la vida en el tiempo de esta (como conjunto total de las propias experiencias) puede garantizar el principio de la inmanencia. Tal perspectiva es, en efecto, consecuente con la profunda consideración del tiempo a la que llega Epíkouros, pues esta sostiene que la experiencia del placer es la evidencia de la cabal inmediatez del fin de la vida en el tiempo de esta (el cual es siempre un determinado punctum temporal: el presente)[18].
[1] Esto se encuentra en total concordancia con el hecho de que esta doctrina se refiere principalmente a efectos. Por lo tanto, en ella tienen especial importancia: el contacto, la superficie, la transitoriedad y la determinación. Sigo aquí la perspicaz observación, hecha por el profesor Pablo Oyarzún R., en el Seminario sobre Epicuro (segundo semestre de 1997) en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
[2] El tiempo es medido, y es, a su vez, medida; puesto que corresponde a la determinación o medida de toda experiencia, siendo medido, además, al ser referido a la duración o despliegue de los accidentes.
[3] Vid. Sextus el Empírico en Adv. Math., VII (sobre todo 203-216).
[4] Al hablar de transitoriedad y duración, siempre dependemos del punto de referencia que tenemos, como se demuestra cuando advertimos, por ejemplo, que mientras el movimiento es un accidente en los cuerpos compuestos, es una propiedad de los átomos.
[5] Es interesante destacar que, en cuanto a la relación entre ser y tiempo, las prenociones suponen previa y necesariamente a este. Ahora bien, las cualidades, por su parte, indican el ser. Así, el vacío tiene propiedades (la intangibilidad o no-resistencia, por ejemplo), y este mismo hecho acusa que es un ente y no una mera negación ontológica.
[6] Hay, sin embargo, un importante matiz que se distingue en la acepción del término “accidente” cuando este es aplicado a las cualidades transitorias que acaecen en los cuerpos, de aquella otra que se adopta cuando se lo aplica expresamente al tiempo. Esto se debe a que, mientras los accidentes son reconocidos como ocurrencias corpóreas o modificaciones incidentales que soportan los cuerpos en sí mismos, el tiempo parece adolecer de todo carácter corpóreo. Sigo aquí algunos lúcidos atisbos del profesor Pablo Oyarzún, enunciados en el curso sobre Epicuro que se ha mencionado anteriormente.
[7] Cf. Sextus el Empírico, Adv. Math. VII, 216.
[8] Este tema es algo que Epíkouros trata en la Carta a Meneceo, en la cual se expone, sintéticamente, el asunto fundamental de la ética epicúrea: la exhortación a filosofar, es decir, a referir, en cada instante, nuestra actividad al logro del fin de la vida (télos toú bíou), la felicidad.
[9] Todo lo que acontece en relación a nosotros (pròs hemás) se extiende en las coordenadas del tiempo. Esto comprende: sensaciones, afecciones y, en general, todas las modificaciones psíquicas. De esta manera, en el marco de nuestra experiencia, todo fenómeno (captado según términos temporales) es transitorio. Solo nos queda (permanentemente) el tiempo que sentimos. Por consiguiente, en relación a nosotros, es este el que jamás se pierde (persiste en cada instante mientras vivimos). Así, pues, no cabe temer ansiosamente desperdiciar el tiempo, sino evitar desatender aquel que nos es más propio: el de la claridad y la inmediatez, también llamado tiempo de la sensación, el presente. Siempre disponemos de tiempo, pues toda relación con nuestra sensibilidad es relación con nuestro tiempo. En tal sentido, nuestra experiencia es, en cada instante, tiempo anímico (susceptible de ser representado, y como luego veremos, revalidado). Vid. al respecto, el capítulo "Seguridad y confianza" de este trabajo.
[10] En este sentido, la experiencia vital es un páthos que se da como reacción a la representación mental de ciertas impresiones asociadas a sensaciones que se han registrado mediante la memoria. El tema de la experiencia se halla inmediatamente vinculado al de los posibles excesos del pensamiento (que, para Epíkouros, es un sentido falible en razón de su amplísimo alcance, por su máxima extensión). Tal exceso se lleva a cabo como círculo vicioso. Este extravío ocurre cuando el individuo paradójicamente asocia su propio carácter individual a una ilusoria continuidad, la cual es estimada extensiva ilimitadamente (cuando precisamente sucede que, según veremos, es la concentración del conjunto total de la experiencia en el presente, lo que permite la sensación de plenitud en el individuo que capta su propia presencia, y su referencia a una vida que no deja lugar a la muerte, es decir, que no deja fisuras). Para esta creencia, no hay acción posible que no esté mediada por el pensamiento y su pretensión de continuidad a toda costa. El pensamiento es, entonces, un mecanismo de autoperpetuación. Así, cada vez que se experimenta algo con la mediación de la proyección del pensamiento, o bien, se le resiente reiteradamente, o bien, se le proyecta al infinito.
Por otra parte, si no se experimentara nada más que la mediación continua del pensamiento, este se fortalecería con cualquier contenido. De tal modo, si se lidia con el deseo de liberarse del temor, no se lidiaría jamás con el temor, sino solo con la idea de liberarse de él. El pensamiento, por lo tanto, se vuelve algo muerto, algo que solo entra en relación con ideas circulares que nada tienen que ver con lo vivo. En consecuencia, bajo tal contaminación, el pensamiento es un campo de batalla para todo lo muerto.
Es destacable que Epíkouros parece enfrentarse a la creencia que concede sobre todo preeminencia al principium individuationis (en el que el “yo” es pensado como entidad trascendente y, por tanto, ilimitada). Al respecto, su planteamiento no es muy distinto al de Pascal cuando pregunta: ¿Qué es el “yo”?, respondiendo a esto que es un conjunto de cualidades accidentales a las que se pretende ilusoriamente prestar una perpetua continuidad de la cual carece (Vid. Pascal, Blaise, Pensées, 306).
[11] El hombre siente el tiempo y su despliegue incesante, en tanto busca regularidad en relación a los fenómenos, esto es, en tanto tiende a proyectar continuidad con respecto a todo aquello que ha ocurrido, para de tal manera determinar anticipadamente lo que pueda ocurrirle. Lo importante, al respecto, para el epicureísmo, es no excederse en tal búsqueda de determinación (pretendiendo un “más allá” que es sostenido reiteradamente por una estructura contaminada de la experiencia que busca sobre todo mantener su continuidad), no desesperar ante un futuro que jamás es totalmente determinable por anticipado (Vid. C.M. 133).
Por otra parte, Epíkouros parece sostener que no es posible experimentar la “realidad inmediata” sin la mediación de la memoria. Esto quiere decir, que no se puede experimentar algo sin que intervenga lo que ya se conoce (ya sea con la representación de la respectiva disposición anímica que estuvo en alguna [pretérita] oportunidad presente o con la tonificación de “anteriores” experiencias a partir del estado anímico actualmente presente). Así, pues, cada impresión mental es capaz de influir en el conjunto total de nuestra experiencia. Como veremos, se trata, en efecto, de captar el conjunto total de nuestra experiencia bajo el tono del placer. Es esta operación la que Epíkouros recomienda y en la que se inscriben: la serenidad, la confianza, el contento y la gratitud.
[12] Sigo aquí el artículo del profesor Pablo Oyarzún R., Hora de la filosofía, hora de la felicidad, el cual es parte del proyecto de investigación Fondecyt 1971139 “Un estudio sobre el epicureísmo en el horizonte de una teoría de la experiencia”.
En cuanto a las edades de la vida, parece claro que Epíkouros ha tenido en cuenta a Aristotéles (Vid. Ret., II, 12), distinguiendo los caracteres según los diferentes modos de recordar y proyectar la experiencia. De esta manera, lo que él hace es asociar a cada edad la preeminencia de alguna operación de la memoria (exceso de recuerdos en la vejez, exceso de anticipación [imaginaria] en la juventud); al mismo tiempo que vincula la determinación suficiente y la apacible serenidad a la edad madura, que equivale, así, a la sensatez y a lo que llamaremos la “dehiscencia del placer” (consecuencia de una “sana memoria”, caracterizada por una adecuada atención al presente o tiempo de la sensación).
[13] Vid. Aristotéles, Ret. , II, 14. Nos parece aquí que Epíkouros vincula la actitud del hombre que se dedica a filosofar (philosopheîn) y la madurez. Ahora bien, lo que resulta novedoso es que, en la Carta, él no alude a una edad estimada por sobre las otras (en cierta medida, hace desaparecer las distintas edades y sus características habituales), sino a una relación con la totalidad del tiempo de la vida, en que destaca la importancia de la gratitud con el placer que ha sido (y que pudo no ser) y la confianza con respecto a las posibilidades placenteras del futuro. En tal sentido, lo que Epicuro recomienda es no perder de vista la injerencia del placer en el conjunto total de nuestra experiencia, para así no enfrentar el [instante] presente como si hubiéramos nacido recién. Aquello a lo que se exhorta, entonces, es la irradiación posible del placer en todo el conjunto de posibles proyecciones de nuestra experiencia. Tal madurez viene a ser, por consiguiente, una especie de dehiscencia del placer en el tiempo de la finitud (Vid. al respecto Oyarzún, Pablo; texto ya citado).
[14] Cf. Ibíd., II, 12 a 14.
[15] El tiempo total de nuestra vida es el soporte fundamental e insoslayable de todas nuestras experiencias y abarca todo el conjunto de impresiones que conforman nuestra experiencia.
[16] Epíkouros, de acuerdo con nuestra interpretación, afirma al respecto: todo momento es la hora de la philosophía. Todo presente es el kairós (instante oportuno) de la felicidad.
[17] El saber del fin de la vida corresponde, por cierto, a la aceptación del acontecimiento, de la contingencia propia de la vida, que la vida no se somete a un sentido o finalidad exterior, y que el fin de la vida es el placer (determinado siempre por su propia naturaleza).
[18] Sigo aquí al profesor Pablo Oyarzún, quien sostiene en ese punctum temporal (hora) puede estar presente siempre todo el tiempo de la vida. Es esto algo que revisaremos con mayor detalle en el capítulo "Seguridad y confianza".
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on 21 abril 2009
at 14:21
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