Sobre el tiempo, según Epíkouros (3)

Posted by Carnets

En esta concepción del tiempo propio de la vida, es importante reconocer que tanto la afirmación de la inmanencia como el valor que se asigna al instante, nos advierten de algo fundamental en el contexto de la doctrina epicúrea: para aprender la naturaleza de una cosa se requiere descubrir su propia delimitación, ya que todo elemento físico presenta, en sí mismo, límites que le son propios.[1] Ciertamente es eso lo que enseña la doctrina epicúrea de los placeres, los dolores y los deseos. Todos ellos presentan un límite o término (hóros, péras) establecido por la naturaleza.[2] Al respecto, el error fundamental en que incurren frecuentemente nuestras opiniones –manifiestas a través de juicios y conductas- es el desconocimiento de esos términos (dando muestras de obstinación opuesta a lo transitorio). Quien considera que algo falta a la vida, se afana así en la ilusoria creencia de una ilimitación esencial a lo natural, y en relación a lo ilimitado no acrece el disfrute, sino la incertidumbre. Nada se logra por medio de esa ansiosa pertinacia en lo infinito, sino perder de vista el tiempo propio de toda cosa y de toda experiencia, como efecto de una constante postergación[3] de lo que siempre es posible solo en el presente, lo que es el fin de la vida: el placer que se percibe en la confianza irrestricta en la naturaleza. Es esa misma confianza un elemento fundamental de lo que constituye el mayor logro de la filosofía: la ataraxia o máxima ausencia posible de temerosa turbación.
Así, pues, para Epíkouros, toda determinación predomina sobre la extensión y la infinita dispersión que es, a veces, consecuencia de ella. En tal sentido, el esfuerzo del filósofo del kêpos está dirigido más a lograr la concentración en cada fenómeno que a extraviarse en el exceso o la desmesura[4]. Una determinación suficiente y la máxima concentración de vida en cada instante, es esto a lo que tiende el supuesto sensualismo exacerbado de Epíkouros. Nada de desenfreno e inquietud en el cometido de esta doctrina. La propensión a los excesos es solo un malentendido que el mismo autor previó como posible.[5] Al respecto, la postura epicúrea se diferencia de otros puntos de vista, más por la vinculación que establece entre finalidad, placer, medida, determinación y naturaleza, que por el simple deseo de hacer estallar las virtudes morales,[6] pues retomando la tradicional valoración de la medida (péras), parece querer complementar la perspectiva platónica con respecto al placer.
En el Philebus de Pláton, Sokrátes comienza examinando todo lo que es susceptible de diferentes grados y variaciones: lo calmado y lo violento, la pobreza y la riqueza, la escasez y el exceso, entre otras cosas; establece así un género que denomina lo ilimitado (ápeiron). Después considera la medida, la relación y otras determinaciones matemáticas, “lo que se relaciona proporcionalmente como número a número”[7]; con esto forma un género distinto al que denomina límite (péras). Después de esto, examina cómo actúa el segundo género sobre el primero, y qué se produce con tal combinación o síntesis. Surge entonces la presencia de la medida y el número en lo grave y lo agudo, en lo rápido y lo lento, en la fuerza y la suavidad (como música que es melodía y ritmo, progresión y unidad, secuencia y reiteración). La naturaleza entera nos presenta en la mezcla ordenada de lo frío y lo caliente, las subidas y descensos de las mareas, la alternancia de las estaciones, el proceso de fotosíntesis, entre otros fenómenos, una mezcla proporcionada entre el límite y lo ilimitado.
Una vez que es aceptado esto, Sokrátes no duda en hacer decir a Philebus que la naturaleza del placer se halla del lado de lo ilimitado.[8] Pláton, entonces, por boca de Sokrátes, acepta esta tesis:
“Concedamos que el placer pertenece a la categoría de lo ilimitado”[9].

En tal contexto, pues, el placer viene a ser un claro ejemplo de lo indeterminado, y su búsqueda es, por tanto, la causa de una continua incertidumbre. Así, en el Gorgías (493e), es el desenfrenado Kallikles quien defiende el placer como algo digno de buscarse, mientras Sokrátes se le opone con su ideal ético de orden y moderación. Son enfrentados, entonces, lo limitado y lo ilimitado, ilustrándose estos dos géneros de vida con la famosa comparación de los toneles: los del moderado son compactos[10], herméticos y conservan sin problemas el vino y la miel allí guardados; los del disoluto, en cambio, se encuentran con algunas fisuras y agujeros y van perdiendo el contenido, de modo que tal hombre, por ellos, “se vería obligado a estarlos llenando constantemente, de día y de noche”.[11] En consecuencia, quien busca sin cesar placeres desprovistos de medida, es presa de esta tendencia al infinito. Siendo incapaz de contención, incurre al fin en inquietud ilimitada (494c). Es esto lo que se piensa del hombre del placer habitualmente: se le asocia a un deseo infinito, se lo imagina en inquietud incesante, asociándole el miedo irrefrenable a no poder ser satisfecho en su apetito. No otra cosa se pensaba en la preciosa tradición griega con respecto al placer y la difícil contención del mismo. Ante aquello que era por sí mismo ilimitado, el hombre habitualmente se demostraba incontinente y continuaba, sin remedio, tras su efímero goce, incapaz de estar contento.
De ahí que se equipare el placer desenfrenado y sin límite a algo malo. Por otro lado, en conformidad con el planteamiento platónico, el límite no puede darse sino mediante la inteligencia (diánoia). Así, el placer, para ser algo aceptable, exigirá la mediación de un límite (lo cual le adviene supuestamente desde fuera). Por lo tanto, requerirá la acción del intelecto sobre la propia naturaleza del placer, pues esta en sí es ilimitada.
Ahora bien, el gran giro o revolución que introduce Epíkouros en el ámbito del placer, consiste en afirmar que este, por su propia naturaleza (katà phýsin), es limitado. No hay necesidad, según él, de que el intelecto venga desde fuera a imponerle algún límite; muy al contrario, es el pensamiento lo que lo asocia al exceso y, por decir así, “lo saca de sus casillas”, tornándolo fuera de lugar (utópico).
La afirmación epicúrea es fuerte, pues si el placer está de alguna manera limitado desde el interior de sí mismo,[12] ya no es irracional o incontrolable, ni empuja necesariamente hacia un exceso o dispersión sin fin; ya no reclama siempre más. Epíkouros, para demostrarlo, apela al concepto de impulso natural (e impostergable), mostrando cómo tal apetito, siempre que sea natural, no lleva nunca al exceso, no se proyecta al infinito. Así, por ejemplo, el hambre -una necesidad natural- no pide ser aplacada con una cantidad ilimitada de alimento; al contrario, cada vez que haya una ingestión desmedida, esta es causa luego de una molesta indigestión, que es consecuencia natural de tal exceso.
Sucede, entonces, que cuando se habla de satisfacer un apetito que nace de una necesidad, la etimología latina de la palabra (satis-facere) está indicando ya que la satisfacción no se alcanza sino con lo suficiente (satis)[13]; que la saciedad es la desaparición del apetito. Lo suficiente del estar saciado muestra que la necesidad incluye en sí misma un límite; este límite equivale a la desaparición del apetito (como transitoria carencia), una vez que se ha colmado. De ahí que Epíkouros afirme[14] que “el límite de los bienes es fácil de obtener”. La naturaleza ha procurado, por tanto, que sea asequible (sin mayores dificultades) nuestra satisfacción.
Epíkouros agradece cómo están dadas las cosas, mostrando así su gratitud a la feliz naturaleza por ser tan poco exigente. Es este el fruto que alcanza su doctrina de la frugalidad y lo acotado[15]. Entonces, lo que proclama al respecto su doctrina, parece ser lo siguiente: solo es posible disfrutar sin aprensión lo determinado. En consecuencia, para el filósofo de Sámos, es preciso que el disfrute de lo natural lleve consigo, a un mismo tiempo, la suficiente lucidez y desaprensión[16], pero también, gratitud y coraje. El epicúreo es capaz de discernir lo necesario o fundamental de lo accesorio, desdeñando el afán por lo superfluo, por el hecho de que conduce a algo que él estima totalmente pernicioso: la ingratitud del alma que pierde de vista lo presente con motivo de su ansiedad por lo ausente. Tal actitud es siempre propia de quien no atiende a la transitoriedad de todo lo que acontece, por lo que porfía en hacerse inaccesible a nuevos encuentros o bienes, en razón de su aprensión con respecto a aquello ya ocurrido. De esta manera, es este el comportamiento propio de quien no actúa ocurrentemente, de quien olvida que cada cosa tiene su tiempo y que es preciso no gravar el presente, para así disfrutar, sin dejar lugar a forma alguna de arrepentimiento o desazón. Ese mismo comportamiento, según pensamos, va minando toda esperanza de futuros bienes y se asocia a aquel resabio de amargura de quien vive conservando en sí la culpa y el pesar.[17] Por otra parte, es de gran importancia la gratitud en relación con lo que permite la pluralidad de contactos y efectos: el término de todo lo que ocurre. Pues esto mismo permite, la novedad tan propia de la aventura cotidiana, la cual promueve la salutífera función de la experiencia, como respuesta al llamado natural de aprontarnos a emprender el ejercicio filosófico en cada jornada. Es esto lo que indica Epíkouros, según pensamos, en las Sentencias Vaticanas (GV) 48 y 41, respectivamente:
“Debemos hacer [siempre] la jornada siguiente mejor que la anterior, mientras estamos de camino, y, una vez que lleguemos al final, estar contentos igual que antes”.

“Digo que debemos reír a la vez que filosofar, cuidar de lo que nos es propio y no cesar bajo ninguna circunstancia de conformarnos a la naturaleza”.

Por consiguiente, en la actitud epicúrea es preciso el coraje suficiente para jamás dejar de estar de acuerdo con el modo natural de ser de las cosas; ajustar nuestras opiniones a ello, y no dejar de reconocer que nuestra experiencia limitada se valida y refuerza a cada instante. Es esto lo que enseña la filosofía; a “alcanzar las cimas de cada día”, tal como una especie de Sísyphos cuyo cotidiano esfuerzo resulta del todo disfrutable,[18] en cuanto también se reconoce que la aceptación del límite, y la constante referencia de las propias acciones al fin de la vida son dos efectos simultáneos de un mismo movimiento.
De esta manera, el epicureísmo, en cuanto es una doctrina acerca del límite, es una especie de ascetismo (de ascesis: disciplina práctica). Presenta, pues, tal carácter, ya que es preciso siempre extraer de él -en su ejercicio- todas las consecuencias efectivas que corresponden a las elecciones y actitudes que él promueve. Ahora bien, este ascetismo, lejos de ser la negación del placer, es su condición misma. Puesto que el placer es una sensación, el sentimiento de placer está ligado a la sensibilidad (de cada centro sensitivo). Por otra parte, la sensibilidad es siempre el límite propio de la experiencia.
Esta noción de límite la volvemos a encontrar en la concepción epicúrea del propio cuerpo, como ha mostrado brillantemente J. Pigeaud.[19] Nuestro cuerpo es un agregado de átomos de precaria construcción, que debe, por consiguiente, preservarse de toda sacudida intempestiva. De ahí que se valore su propia estabilidad, dada en el suave temple del placer. En tal sentido, es importante que Epíkouros señale que el límite del placer está dado por su propia naturaleza; a diferencia de Pláton [20], que afirma que aquel solo puede imponerlo el pensamiento, pues esto está de acuerdo con el hecho de que se demuestre confianza y gratitud con respecto a la naturaleza, en consideración a la búsqueda de claridad que emprende el atomista en su doctrina. Es esto lo que advertimos acerca del límite: se asocia a la saciedad, también a lo necesario y a la naturaleza; es propio de todo acontecimiento y de la recta designación de cada cosa en el marco de su tiempo. El límite es, entonces, una noción que permite evitar los posibles extravíos del pensamiento, y no dar curso libre al dolor o las variadas formas de temor (al proyectarlos hacia el infinito). Nos enseña, además, que solo es accesible el conocimiento y el disfrute de lo acotado, lo cual está en estrecha relación con la relevancia que presentan en el contexto de la doctrina: la seguridad, la concentración del instante, el placer y la moderación con respecto a los deseos.
Así responde Epíkouros a la incertidumbre y al desorden que imperan en el medio de su época, elaborando un pensamiento de tranquila protección; del refugio en lugar seguro; del atrincheramiento en suelo firme y bien definido. Es esto a lo que impele el resguardo ante los extravíos y el rechazo de las masas enceguecidas y, de acuerdo a nuestro criterio, lo que buscaba ese ascetismo del placer que con fuerza defendía Epíkouros, ese sabio tan alegre y mesurado que más tarde habría de ser, usualmente, tergiversado e incomprendido.
En consideración a lo que ya hemos dicho, queremos terminar este capítulo con una hermosa cita de Nietzsche, quien tan bien supo entender el temple propio que trasluce toda la obra de Epíkouros, en medio de su capacidad para transformar la felicidad más quebradiza y frágil en serenidad:

“Sí, me siento orgulloso de captar el carácter de Epíkouros de modo diferente a como lo haría cualquier otro, y de gozar de la postrera dicha de la antigüedad en todo cuanto escucho o leo de él. Imagino simplemente sus ojos contemplando un extenso mar plateado, por encima de los acantilados de la orilla en los que se posa el sol, mientras pequeños y grandes animales retozan bajo su luz, tan seguros y serenos como esa misma luz y esa misma mirada. Solo quien ha sufrido constantemente ha podido inventar semejante felicidad, la felicidad de una mirada ante la cual se ha apaciguado ya el mar de la existencia, y que jamás se cansa de contemplar esa superficie, esa piel multicolor del océano, delicada y, al mismo tiempo, estremecida: jamás existió antes un tan sencillo placer” (La Gaya Ciencia, aforismo 45).

[1] La naturaleza, según ahora sabemos, da un gran ejemplo de esto en el caso del cuerpo humano y el mecanismo de supresión del dolor (interacción de la vía espinotalámico lateral –por la que se siente el dolor- y la vía rafespinal– inhibidora del mismo) El dolor, como la sensibilidad en general, tiene límites para no dañar la sensibilidad del sistema nervioso y no sobreestimular al cerebro.

[2] La cual se caracteriza por presentar siempre combinación de medida y espontaneidad, de ciclos e infinitud. Hay también, por cierto, acaso en el universo, además de ciertos ritmos regulares. Lo importante, para Epíkouros, con respecto a la actitud del hombre, es no pretender, ante todo, una total anticipación de lo fortuito, ni resignarse a una cabal incertidumbre, sino lograr determinación en un grado suficiente o satisfactorio (liberándose de cualquier vano temor). Es esto, pues, el fin de la physiología.

[3] Siendo tal dilación lo único constante que se obtiene con tal actitud.

[4] A lo que se opone Epíkouros, en efecto, es a la desmesura (hýbris), pero ya no con respecto a los dioses y sus normas, que nos resultan siempre extrínsecas, sino en relación a la naturaleza (phýsis) y, en especial, a esa misma referencia a ella que somos. Lo que se evita, entonces, es sobre todo el exceso metafísico.

[5] Nótese cómo lo expresa el mismo Epíkouros en Carta a Meneceo (D. L. , X), 131:
“ Cuando decimos que el placer es el objetivo final, no nos referimos a los placeres de los viciosos ni a los que residen en la disipación, como creen algunos que ignoran, contravienen o malinterpretan nuestra doctrina, sino [simplemente] a no sufrir dolor en el cuerpo ni a ser presas de perturbación anímica [o temor]. Porque no son banquetes ni juergas constantes, ni goces con mujeres o muchachos, ni de pescados u otras cosas que se ofrecen en suntuosas mesas, lo que constituye una vida feliz, sino el sobrio cálculo que examina las causas de toda elección y rechazo, extirpando las falsas opiniones de las que [siempre] procede la mayor perturbación que se apodera del alma.”
Por otra parte, según creemos, existe un supuesto en la importante relación que hay entre placer (no-dolor) y confianza (aphobía, literalmente, ausencia de temor), y es que solo el hombre moderado (que sabe delimitar la transitoriedad de sus placeres y disfrutarla suficientemente) es capaz de obtener placeres puros, sin perder de vista a estos por una pronta interrupción de la ansiedad.

[6] En tal sentido, es digno de recordar que, según Epíkouros, el hombre sensato no se comportará como un cínico (Vid. D.L. X 118-119).

[7] Cf. Pláton, Phil. , 25b.

[8] Vid. Pláton, Ibid. 26d.

[9] Cf. Ibid. 28a.

[10] Son las características que Epíkouros parece asociar a la plenitud, cuyo modelo es el átomo mismo: lo suficiente, entonces, es compacto, pleno, sin fisuras, concentrado, etc. [considerando también estas cualidades como propias del instante]. En tal sentido, el individuo, según él, puede acercarse bastante a la idea de plenitud, mientras viva concentrado en el presente o tiempo de la sensación; agradecido, imperturbable, confiado, y se mantenga irradiando su temple hacia aquello que recuerda y aquello que planea con respecto al porvenir; plácidamente, atento a su propia sensibilidad, moderado en relación a sus continuas decisiones, en la seguridad que le ofrecen los lazos amistosos, y se perciba así capaz de contener al máximo su propio placer, es decir, de estar contento a cada instante.

[11] Cf. Gorgías, 493e.

[12] Tal como el placer es por sí mismo limitado, lo son los deseos y los dolores. Este es un tema que trataremos más en detalle luego.

[13] Lo suficiente, ya en su mínimo grado, es placer. Por tal razón el epicúreo, como veremos más adelante, se contenta con lo mínimo-suficiente. Le basta esto. El hombre sensato, incluso, es capaz de soportar ciertas privaciones, en algunas circunstancias, en consideración a obtener luego un placer más estable. Tal actitud es fruto de la sensatez que sabe siempre ser capaz de prescindir de lo accesorio, en merced a que asocia el contento a la básica o fundamental satisfacción. Vid. al respecto; Salem, J. (1989): Tel un dieu parmi les hommes. L’éthique d’Epicure, Paris, Vrin.

[14] Epíkouros sostiene también que existe un “límite en la magnitud de los placeres” (hóros toû megéthous tôn hedonón) en la M.C. 3. Así, pues, el error de los disolutos no es que busquen los placeres, sino que sobrepasen los términos que les son propios. Nada habría que reprochar a sus conductas “si enseñaran también el límite [natural] de los deseos” (to péras tôn epithymiôn, M.C.10). Esta aseveración epicúrea demuestra que, en general, esta doctrina no tiende a alguna especie de moralismo tradicional, sino más bien a un planteamiento naturalista que promueve el límite como eficaz medio de alcanzar una determinación suficiente de la naturaleza de las cosas (tanto de cuerpos como de acontecimientos). En tal sentido, Epíkouros afirma que el placer es bueno porque es limitado por naturaleza. Por eso está siempre disponible y, de alguna manera, al alcance de la mano, pues la fuente de un placer, limitado por su propio carácter, no puede ser sino modesta.

[15] Incluso la frugalidad o restricción va siempre, para Epíkouros, determinada por un límite natural. De tal manera, se afirma en la S.V. 63: “Hay, incluso en la restricción, una medida: el que no la considera, padece casi lo mismo que ese que cae en extravío por causa de la ilimitación”.

[16] El hecho de que Epíkouros insta al lúcido desapego se demuestra, por ejemplo, en la hermosa S.V. 47:
“¡Oh, Fortuna, me he anticipado a ti; he cerrado todas tus posibilidades de infiltración, y no me he entregado rendido ni a ti ni a ninguna otra forma de condicionamiento! Así, pues, en el trance de morir, he de escupir sin más sobre esta tierra y contra todos aquellos que torpemente se aferran a ella, al mismo tiempo que entonaré un hermoso cántico de alegría en razón de que mi vida ha sido bella.”

[17] Entendemos por pesar, aquí, algo semejante a lo que Freud denomina aflicción (propia del temple melancólico), en el sentido que en este se juzga lo transitorio como perecedero. De acuerdo a esta acepción, este es indefectiblemente causa de frustración.

[18] Epíkouros bien sabe que en los términos que concibe la filosofía, su ejercicio y el placer se implican mutuamente. Así lo afirma en la S.V. 27: “ En las otras ocupaciones, una vez que se las ha llevado a cabo penosamente, viene el fruto; pero en filosofía, el placer marcha junto con el ejercicio; pues no es después de haber aprendido que se disfruta, sino que aprender y disfrutar se dan al mismo tiempo”.

[19] Vid. Pigeaud, J. (1981): La maladie de l’ame, Paris, Les Belles Lettres (2a. edición, 1989).

[20] Otra diferencia con respecto al planteamiento platónico es que placer es todo lo que no es dolor. Placer y dolor, pues, se codeterminan, siendo ambos los límites de la vida (ta pérata toû bíou). Por otra parte, según nos parece, es muy distinto afirmar que el ánimo fluctúa principalmente entre la satisfacción y una insatisfacción bastante fácil de subsanar (concepción epicúrea); a decir que la vida del hombre se mueve pendularmente entre dolor y hastío (como sostiene el pesimismo de Schopenhauer). Ahora bien, para Epíkouros, la aceptación de la transitoriedad del placer trae consigo el rechazo a la supuesta permanencia del dolor. En consecuencia, se erradica la tendencia a extender los efectos del dolor al infinito.

This entry was posted on 21 abril 2009 at 13:56 . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario