Tratado I
***
Epíkouros de Sámos fue un filósofo en la época tardía de la Héllade. Nació en el año 341 a.C. y murió en el 271 a.C. Fundó su escuela en el año 306 a.C. en la ciudad de Athéna. La llamó la escuela del Jardín (en griego: képos), pues se dispuso en un pequeño huerto. Tal lugar lo habitó con algunos de sus amigos (phíloi). Adquirió prestigio por su nobleza y la transmisión de su pensamiento a través de discípulos. Aunque luego se le calificó groseramente, llamándose “hedonista” por sus detractores. Según la fuente principal, por la cual de él tenemos noticia (la obra doxográfica de Diogénes Laértios) era un hombre virtuoso y sencillo, amable en el trato con los demás. De sus muchos escritos hasta nosotros sólo han llegado fragmentos (las Cartas: a Herodótos, a Menoikeîos, a Pythókles, y las Máximas Capitales (Kýriai Dóxai), fragmentos de algunas de sus obras –hallados en distintas fuentes-, y la colección de sentencias epicúreas llamadas (Gnomologium Vaticanun –Sentencias Vaticanas-).
***
Más de tres siglos antes del Cristo (Khristós) nace un filósofo que hace de su ánimo un refugio placentero (hedýs), se esfuerza en cultivarlo como un sencillo jardín (képos), el cual es susceptible de compartir con los seres queridos (philoí). Venerando ese ejemplo, surgen, y surgirán después, filósofos epicúreos.
***
Epíkouros es un modelo de filósofo. El que exige que el saber sea terapéutico, un remedio; o sea, que ofrezca principios de sanación que sean efectivos (frente a eso que confunde y perturba la adecuada percepción sensible, es decir, contra todo lo que empaña la inofensiva naturaleza).
Tal hecho se hizo evidente cuando enfrentó por necesidad los dilemas de la enseñanza. Al respecto, se nos proponen versiones encontradas de su biografía: se cuenta que en su búsqueda de conocimiento se dirigió a los filósofos por disgusto con los usuales educadores (cuando no supieron responder a la pregunta por el concepto de kháos propugnado por Hesíodos y reiterado irreflexivamente por los maestros de niños), y luego se afirma que él mismo fue educador hasta que, por el encuentro de las obras cuyo autor era Demókritos, se volcó en definitiva a la philosophía.
Epíkouros tendió a remediar la ilimitada asunción del caos y de la fatalidad. Ciertas cosas se producen necesariamente, otras ocurren por accidente; mientras otras, para realizarse, dependen de nosotros –dijo, este acérrimo defensor del cuidado (meléte) como responsabilidad por sí mismo.
Acaso su vocación fue la del congénito protector. Resguardar los fundamentos (arkhaí), al mismo tiempo de alejar lo vano (kenós). Tal es su operación constante (synekhôs enérgema).
***
La principal fuente para el conocimiento directo de la obra de Epíkouros es el libro X de la obra del doxógrafo griego Diogénes Laértios, “Vida de los filósofos Ilustres” (Vitae et sententiae philosophorum).
***
El vocablo griego doxographé alude a una escritura de opinión, con citas y posiciones diversas (por lo que es antecedente de los ensayos). Esta palabra refiere al documento en que se redactan variadas maneras de ver para que sean sometidas a prueba. La dóxa es un punto de vista que se da. El documento, en efecto, exponía diferentes posiciones. Diogénes Laértios, precisamente por ser doxógrafo, no oculta su parecer sobre reacios prejuicios contra la doctrina epicúrea, y, a causa de las muchas muestras de una insidiosa maledicencia, toma parte en la polémica ante los adversarios de Epíkouros. De ahí su sintética observación: “esos persiguen violencia” (meménasi d’oûtoi). El gran colector valoró el epicúreo rechazo al ánimo beligerante. Ese mismo rechazo es ciertamente el reverso de una continua afirmación, la que vincula a la pacífica tranquilidad el límite en el que se cumple la filosofía.
Además del noble páthos de distancia, compartido con los más apreciables escépticos y estoicos, Epíkouros presentó el ejemplo de una práctica difícil de igualar incluso para sus contemporáneos: su consecuente indiferencia respecto a las inclinaciones comunes.
El criterio ético para discernir comportamientos es la perfecta serenidad, ya desprovista de molestias (ataraxía). La actitud específicamente epicúrea corresponde a una serenidad que no deja lugar a reacciones violentas. Nunca antes la paz se inscribió con tal fuerza en el temple propiamente filosófico.
Al describir el retrato de Epíkouros, es posible recordar lo que se destaca en Vitae, X, 10 -11: su benevolencia con todos los humanos (pròs pántas autoû philanthropía), su piedad para con los dioses (pròs theoùs hosiótetos), su afecto por la patria (pròs patrída philías) y su disposición (diáthesis) son –según cuenta Diogénes- indescriptibles (álektos).
De ahí que también insista en una llamativa paradoja para la época: su extrema deferencia (hyperboleî epieikeías) no lo dejó entrar en política (oudè politeías hépsato)”.
***
Surgimiento de Epíkouros. Su intenso interés por la búsqueda que es propia de la philosophía despertó a una temprana edad.
Según una anécdota que recoge Diogénes (X, 2), “llegó a la filosofía después de que en la escuela rechazara a los maestros de letras, pues fueron incapaces de indagar en los elementos del caos (Kháos) que describía Hesíodos”. Sextus empiricus agrega además que “siendo un muchacho, interpeló a su maestro de gramática, mientras éste recitaba poesía: -en el origen hubo caos, después surgió Tierra…- (Theogonía, 116). Habría dicho: -¿pues de qué se compuso el caos, si es que fue desde el principio?- Aquel maestro le contestó enseguida: -no yo, sino los filósofos han de explicar eso-. Entonces Epíkouros replicó: -tendré que buscarlos, si es que saben de nuestra naturaleza (phýsis)[1]”.
***
Es curioso el hecho de que Diogénes Laértios, a continuación de la anécdota recién citada, agregue una segunda versión acerca del motivo que decide la vocación filosófica de Epíkouros.
“Y de él dice Hérmippos que se había hecho maestro de escuela (grammatodidáskalon), pero que luego, al dar con los volúmenes de Demókritos, se dedicó a la philosophía.
(Sólo aparentemente se opone ésta a la noticia anterior. Ambas coinciden en destacar un enfrentamiento entre la postura del “maestro de letras” y la del que busca la verdad de las cosas reales, el philósophos.). Se proponen diferentes la literatura y el conocimiento de “la naturaleza de las cosas” (physiología)[2].
***
De acuerdo con Carlos García Gual[3], resulta sugerente que Epíkouros rechazara el oficio de “maestro de letras” (la noticia no es inverosímil, puesto que su padre lo había sido y el oficio profesional se transmitía al descendiente). Además es posible relacionar estas anécdotas personales con el rotundo menosprecio del filósofo hacia la paideía tradicional[4] como algo superfluo para el fin de nuestras conductas, eso que es “necesidad de la vida” (anankáias toû bíou).
***
Movido por su propia necesidad de responder a las preguntas que le asaltaban, el joven hijo de gramático anduvo en busca de los filósofos que pudieran darle una satisfactoria fundamentación. Ahora bien, aunque Epíkouros encontró varios maestros en su indagación filosófica, ninguno satisfizo, al parecer, de modo cabal, sus exigencias. Y, según lo que afirma Diogénes, no obstante lo que debía a la lectura de Demókritos, le gustaba proclamarse “autodidacto” (Vitae, X, 13).
***
Tras su “conversión” a la filosofía –por decepción de las explicaciones literarias y por influjo del modelo de Demókritos-, Epíkouros persuadió a sus tres hermanos a que compartieran esa misma tarea. Neoklês, Khairédemos, Aristóboulos: lo siguieron, desde esa etapa de la adolescencia hasta su definitiva instalación en la chacra de Atenas (el conceptual képos de los que se cultivan y se satisfacen, disfrutando el placer en compañía recíproca).
***
En suma, Epíkouros presentó a corta edad una notable tendencia a la investigación de la realidad de modo radical e independiente. Sentía esa necesidad (anánke).
Este antiguo philósophos, el terapeuta, se vuelve a la phýsis y alude ab initio a una incesante krísis. En ella se resuelve sobre cada testimonio (martýresis), si su efecto es sensiblemente revelador (alethés) o confuso (tarakhês). Hay algo que es juez (kritérion) en nosotros y discierne entre lo urgente y lo superfluo. Él sostuvo: entre diversos motivos de conducta, hay algunos deseos naturales y necesarios (tôn epithymiôn hai physikaì kaì anakaîai). Son los que, de no escucharse, producen daño (blábe). El comprender la naturaleza, los términos de sus notas permanentes, las llamadas “propiedades” (symbebekóta) de nuestra móvil realidad, sería uno de ellos. De ahí, una epicúrea exhortación: conviene siempre discernir cuál realidad (tí) es propia, esto es, necesaria (anankaîa). En efecto, la anánke indica lo que resulta, a los humanos, imprescindible y vinculante. Se da que los mortales necesitamos términos (pérata), a fin de no dejar escapar la satisfacción (télos).
***
Antes de elogiar a Epíkouros, mediante un epigrama (di’ epigrámmatos), Athénaios recoge algo común a los humanos, cuando destaca lo siguiente:
“Hombres (ánthropoi), ocupáis las manos en incesante lucha por lo superfluo; entretanto la riqueza de la naturaleza (ho ploûtos tâs phýsios) se extiende a un moderado límite (hóron), los juicios sin fundamento (kenaì kríseis) presentan una proyección infinita (apéranton). Estas palabras transmitió el sabio hijo de Neoklés, oídas quizá de las musas (è parà Mouséon), o del sagrado trípode délfico (Pythoûs ex hierôn tripódon).
Diogénes Laértios agrega a esas palabras un sugestivo comentario: esto que se ha referido sobre él consta aun más por su doctrina y su propio modo de hablar (ék te tôn dogmáton ék te tôn rhetôn autoû).
***
¿Cuán determinado Epíkouros por el nombre que lo interpela? El vocablo epíkouros significa: que sirve, que auxilia, que protege, que aparta. Por otra parte, indica también “el vengador”.
Quien con ese nombre habla, dijo: la philosophía que no auxilia es huero sonido; vana opinión, la que no sirve para eliminar el dolor y alcanzar el placer.
El que habla a los suyos, insiste en protegerlos de lo turbador, y apunta a lo que es dañino en áreas como: educación, sociedad, lenguaje, culto a los dioses. Ofrece un corte, un fin a los excesos. El fin mismo es lo que define su doctrina. El fin es la cima de los mortales, lo que los prueba.
El “canto del cisne” es leyenda de tonos epicúreos; el término es lo que provoca, en los vivientes y finitos, un punto de culminación. El hecho de que haya un último aliento, conduce a una alternativa anterior a él: ante el silencio definitivo, fobia o pasajero canto.
La mayor parte de los hombres se extravía. Entonces exceden sus límites por ilusión, los desatienden. Son los que Epíkouros deja fuera. ¿Esa acuciosa delimitación no es acaso su venganza?
***
Cuenta Diogénes Laértios que Epíkouros llegó a ser el más prolífico escritor (polygraphótatos) y eclipsó (hyperballómenos) a todos los autores previos en cuanto al número de sus volúmenes (biblíon). Además, destaca que en sus trescientos rollos (kýlindroi triakosíous) no hay ninguna cita (martýrion oudén). Así pues, es su propia voz la que suena (phonaí). Luego, Diogénes refiere una comparación: Krýsippos intentó igualarlo, pero sus obras abundan en datos inconclusos y citas, a tal punto que sólo de citas están compuestos algunos de sus volúmenes (biblía).
Es bastante probable que este comentario sea inexacto y hasta malintencionado, prueba de ello es que al describir la inclinación de Krýsippos a llenar de citas sus obras, afirma que lo mismo se aplica a Zénon y Aristotéles (algo que, según consta, es exagerado). Ahora bien, sí resulta interesante que se testimonie la opuesta tendencia a no citar a otros por parte de Epíkouros, pues entrega información sobre su temperamento y su concepción de escritura filosófica.
***
Epíkouros sugirió a sus discípulos un notable estilo de enseñanza: transmitir la doctrina implica esforzarse por conseguir la suficiente nitidez (enárgeia). Conviene esto al propósito de evitar la confusión (tarakhé) y el daño (blábe). La claridad (saphéneia) en el lenguaje y la franqueza (parresía) en la declaración: valiosos requisitos epicúreos. El escritor y divulgador que fue Diogénes Laértios también lo remarcó (X, 13-14), aseverando: “solió usar vocablos (léxei) acotados a cosas (pragmáton), por lo que el gramático Aristophánes le atribuyó un estilo rudimentario (idiótate). De acuerdo con lo claro (saphés) que fue él mismo, en su obra sobre retórica enseñó que el principal valor es la claridad (saphéneia). Por otra parte, en las cartas, más que nada aconsejaba demostrar la gratitud (khaírein), actuar bien (eû práttein) y vivir con sensatez (spoudaíos zên).
***
De hecho, la claridad (saphéneia) permite a los hombres reconocer las semejantes experiencias y es cumbre del ejercicio filosófico del lenguaje (lógos). Tal como el placer (hedoné) es inicio y cima de felicidad, ya que es efecto de estar erradicado lo doloroso, la claridad implica la consecuencia de eliminar, por el lenguaje, el daño y la confusión. La claridad expresiva es, por sí misma, un eficaz remedio a favor de la confianza y la tranquilidad. Epíkouros empleaba el lenguaje soliendo observar lo fundamental, siguiendo el uso originario.
La claridad, en cuanto síntoma del lenguaje filosófico, resulta de un esfuerzo por asentar los vocablos en una continua depuración común de las experiencias, y surge, como efecto, al hacer del diálogo una medicina (phármakon).
***
La reputación de Epíkouros (D. L., X, 9): “su patria lo honró con estatuas de bronce; tan abundante era el número de sus amigos que con dificultad podrían haberse contado por ciudades enteras[5]”. Al respecto, según narra Diogénes, hay muchos testigos (hikanoì mártyres) de su insuperable ecuanimidad (tês anyperblétou eugnomosýnes) para con todos (pròs pántas andrì): en suma, todos quienes lo conocieron (gnórimoi pántes), movidos por el encanto de sus doctrinas (proskataskhethéntes taîs dogmatikaîs) tal como si fueran atraídos por sirenas (autoû seirêsi).
***
Un hermoso ejemplo de la vitalidad del philósophos abarca hasta su etapa terminal. Cuando Epíkouros, horas antes de morir, escribe a su discípulo Idemonéos: (D.L., X, 22):
“Enfrentado a este día perfecto (tèn makarían ágontes heméran), al mismo tiempo el último de mi vida (kaì háma teleutaían toû bíou), te escribo esto (egráphomen hymîn tautí): aun cuando mis continuos dolores, por la estranguria y la disentería (strangouría te parekolouthékei kaí dysenterikà páthe), tan extremos son en su intensidad que no podrían aumentar (hyperbolèn ouk apoleíponta toû en heautoîs megéthous); a todo eso sobrepone su presencia la gratitud del alma (psykhèn khaîron) mediante el recuerdo (mnémei) de nuestras pasadas conversaciones (epì teî tôn gegonóton hemîn dialogismôn).
***
Hérmarkhos dice en sus cartas que Epíkouros murió de mal de piedra, lo cual interceptó la orina, el día catorce de la enfermedad. Y Hérmippos relata que el maestro, después de haber entrado en una bañera de bronce llena de agua caliente, pidió vino puro para beber y, exhortando (parangeílanta) a los amigos que recuerden su doctrina (tôn dogmáton memnêsthai), expiró (teleutêsai).
El medio líquido y cálido que alivia el dolor, restituyéndolo a su inicial situación; el gusto del vino simple en actitud de celebración vital, la compañía de los amigos a quienes se transmite el mensaje terminal: filosofar y preservar en la memoria lo compartido. Tal es la actitud de Epíkouros ante su pronta muerte, la cual en efecto sólo puede afectar a los otros. La imagen es ejemplar.
De los impulsos (tôn epithimiôn) hay límites (toùs hórous).
Así se consumó (teleutêsai) la doctrina. Lo realiza quien asume su vida hasta la muerte.
El sabio lleva a término (hóros) su biografía.
***
Antes de despedirse, el philósophos acoge francamente el límite de la vida. Entonces ha llegado a puerto. Imagen de quien alcanza un sereno término.
Si la memoria llega a puerto, tal como una nave, se amarra al muelle. Eso logra impedir las agitadas ondas de las pasiones, permite así disfrutar la gratitud de los recuerdos en lo presente. Ha atravesado. Nada fue en vano.
Tal es la actitud del epicúreo, previo a su último aliento: “…ha anclado, como en un puerto, aquellos bienes que antes había esperado inciertamente, resguardándolos por el medio seguro de la gratitud” (GV, XVII)[6].
***
Una vez que el cuerpo deja de ser sensible y cesa la respiración de Epíkouros, la experiencia de su vida fue recogida y transmitida por sus discípulos. Hérmarkhos, Timokrátes, Amynómakhos, Políainos, Kolótes, Zénon, en relevo junto a muchos otros, cuidan de preservar su recuerdo, la memoria de ese amigo (phílos) dedicado a la vital sabiduría (sophía).
***
Más de un siglo después de la muerte de Epíkouros, un hombre, homo latinissimus, cuya vida se conserva como incógnita, fue quien escribió la obra que hoy nos resulta fundamental para la consideración y el conocimiento de las doctrinas epicúreas. Su nombre: Titus Lucretius Carus.
***
La más extensa obra preservada hasta ahora acerca de los principios de la filosofía epicúrea es el canto “De la naturaleza” (De rerum natura) de Lucretius. Con más de siete mil versos compilados en seis libros, en él se da cuenta poéticamente de los principios epicúreos.
***
La vida de Titus Lucretius Carus persiste hasta hoy envuelta en sombra y constituye para nosotros un misterio.
Ignoramos el lugar en que nació, se discute si era de familia aristocrática o de origen plebeyo, e incluso son inciertas las fechas de su nacimiento y de su muerte.
Nada podemos afirmar de su vida con seguridad, excepto que vivió antes de la fecha asignada al nacimiento de Iesòus), que dedicó su poema a un tal Memmius (quien habría sido su amigo), que nació cerca del año 90 a. C. y que murió cuando solo contaba entre cuarenta, y cuarenta y cinco años de edad.
[1] Las anécdotas biográficas (sobre todo, del modo en que las expone Diogénes Laértios) suelen tener más atractivo por su intención significativa y su carácter ejemplar que por su dudosa autenticidad. De hecho, estas exposiciones se asemejan más a leyendas o alegorías que a testimonios historiográficos. Diogénes es un literato, y, al momento de colectar referencias diversas, se vuelve una sabrosa mezcla de cronista y moralista.
En este caso la anécdota parece apuntar dos rasgos: la temprana crítica e insatisfacción de Epíkouros hacia la educación tradicional, basada en la lectura y la memorización de textos poéticos, como los de Hesíodos, sin apurar todo el sentido de los mismos y sin que el “maestro de letras” (grammatistés) fuera hasta el sentido último, considerado en este ejemplo como una especialidad de los filósofos de profesión; y, además, su atención a uno de los problemas fundamentales de la física: ¿acaso hay un origen del universo? Tal vez ya en este punto se alude a la preferencia del joven por la teoría atomista, que daba a la cuestión una respuesta clara. La realidad cambia siempre por autodeterminación y la naturaleza es inmanente; las diversas y plurales formas surgen por conjunción de átomos –corpúsculos componentes- y vacío –posiciones-.
[2] He ahí la primera y rotunda distinción entre Epíkouros y Lucretius.
[3] Carlos García Gual, Epicuro, p. 43.
[4] De hecho, la educación tradicional (paideía) es llamada por Epíkouros “niñería” (paidía).
[5] La cita en griego sería: Hé te patrìs khalkaîs eikósi timésasa hoí te phíloi tosoûtoi tò plêthos hos med’ àn pólesin hólais metreîsthai dýnasthai.
[6] Hay textos de Epíkouros que explican esta imagen:
-GV XVII: “Ou néos makaristòs allà géron bebiokòs kalôs· ho gàr néos akmê polýs hypò tês týkhes heterophronôn plázetai· ho dè géron katháper en limen toî géra kathormiken tà próteron dyselpistoúmena tôn agathôn asphaleî katakleísas kháriti” (“No es el joven el más feliz, sino el viejo que ha vivido bien; pues el joven, pletórico en su cima, se extravía, alterado su pensamiento por causa de la suerte; mientras que el viejo, en su vejez, ha anclado, como en un puerto, aquellos bienes que antes había esperado inciertamente, resguardándolos por el medio seguro de la gratitud”. Así, la gratitud (kháris) determina y tonifica el recuerdo que en el sabio reúne los bienes pasados. Tal reunión es lógos (recolección, a la manera de la cosecha que se recoge). Cf. SV 75 y, desde luego, el preámbulo de Ep. Men., 122.
***
Epíkouros de Sámos fue un filósofo en la época tardía de la Héllade. Nació en el año 341 a.C. y murió en el 271 a.C. Fundó su escuela en el año 306 a.C. en la ciudad de Athéna. La llamó la escuela del Jardín (en griego: képos), pues se dispuso en un pequeño huerto. Tal lugar lo habitó con algunos de sus amigos (phíloi). Adquirió prestigio por su nobleza y la transmisión de su pensamiento a través de discípulos. Aunque luego se le calificó groseramente, llamándose “hedonista” por sus detractores. Según la fuente principal, por la cual de él tenemos noticia (la obra doxográfica de Diogénes Laértios) era un hombre virtuoso y sencillo, amable en el trato con los demás. De sus muchos escritos hasta nosotros sólo han llegado fragmentos (las Cartas: a Herodótos, a Menoikeîos, a Pythókles, y las Máximas Capitales (Kýriai Dóxai), fragmentos de algunas de sus obras –hallados en distintas fuentes-, y la colección de sentencias epicúreas llamadas (Gnomologium Vaticanun –Sentencias Vaticanas-).
***
Más de tres siglos antes del Cristo (Khristós) nace un filósofo que hace de su ánimo un refugio placentero (hedýs), se esfuerza en cultivarlo como un sencillo jardín (képos), el cual es susceptible de compartir con los seres queridos (philoí). Venerando ese ejemplo, surgen, y surgirán después, filósofos epicúreos.
***
Epíkouros es un modelo de filósofo. El que exige que el saber sea terapéutico, un remedio; o sea, que ofrezca principios de sanación que sean efectivos (frente a eso que confunde y perturba la adecuada percepción sensible, es decir, contra todo lo que empaña la inofensiva naturaleza).
Tal hecho se hizo evidente cuando enfrentó por necesidad los dilemas de la enseñanza. Al respecto, se nos proponen versiones encontradas de su biografía: se cuenta que en su búsqueda de conocimiento se dirigió a los filósofos por disgusto con los usuales educadores (cuando no supieron responder a la pregunta por el concepto de kháos propugnado por Hesíodos y reiterado irreflexivamente por los maestros de niños), y luego se afirma que él mismo fue educador hasta que, por el encuentro de las obras cuyo autor era Demókritos, se volcó en definitiva a la philosophía.
Epíkouros tendió a remediar la ilimitada asunción del caos y de la fatalidad. Ciertas cosas se producen necesariamente, otras ocurren por accidente; mientras otras, para realizarse, dependen de nosotros –dijo, este acérrimo defensor del cuidado (meléte) como responsabilidad por sí mismo.
Acaso su vocación fue la del congénito protector. Resguardar los fundamentos (arkhaí), al mismo tiempo de alejar lo vano (kenós). Tal es su operación constante (synekhôs enérgema).
***
La principal fuente para el conocimiento directo de la obra de Epíkouros es el libro X de la obra del doxógrafo griego Diogénes Laértios, “Vida de los filósofos Ilustres” (Vitae et sententiae philosophorum).
***
El vocablo griego doxographé alude a una escritura de opinión, con citas y posiciones diversas (por lo que es antecedente de los ensayos). Esta palabra refiere al documento en que se redactan variadas maneras de ver para que sean sometidas a prueba. La dóxa es un punto de vista que se da. El documento, en efecto, exponía diferentes posiciones. Diogénes Laértios, precisamente por ser doxógrafo, no oculta su parecer sobre reacios prejuicios contra la doctrina epicúrea, y, a causa de las muchas muestras de una insidiosa maledicencia, toma parte en la polémica ante los adversarios de Epíkouros. De ahí su sintética observación: “esos persiguen violencia” (meménasi d’oûtoi). El gran colector valoró el epicúreo rechazo al ánimo beligerante. Ese mismo rechazo es ciertamente el reverso de una continua afirmación, la que vincula a la pacífica tranquilidad el límite en el que se cumple la filosofía.
Además del noble páthos de distancia, compartido con los más apreciables escépticos y estoicos, Epíkouros presentó el ejemplo de una práctica difícil de igualar incluso para sus contemporáneos: su consecuente indiferencia respecto a las inclinaciones comunes.
El criterio ético para discernir comportamientos es la perfecta serenidad, ya desprovista de molestias (ataraxía). La actitud específicamente epicúrea corresponde a una serenidad que no deja lugar a reacciones violentas. Nunca antes la paz se inscribió con tal fuerza en el temple propiamente filosófico.
Al describir el retrato de Epíkouros, es posible recordar lo que se destaca en Vitae, X, 10 -11: su benevolencia con todos los humanos (pròs pántas autoû philanthropía), su piedad para con los dioses (pròs theoùs hosiótetos), su afecto por la patria (pròs patrída philías) y su disposición (diáthesis) son –según cuenta Diogénes- indescriptibles (álektos).
De ahí que también insista en una llamativa paradoja para la época: su extrema deferencia (hyperboleî epieikeías) no lo dejó entrar en política (oudè politeías hépsato)”.
***
Surgimiento de Epíkouros. Su intenso interés por la búsqueda que es propia de la philosophía despertó a una temprana edad.
Según una anécdota que recoge Diogénes (X, 2), “llegó a la filosofía después de que en la escuela rechazara a los maestros de letras, pues fueron incapaces de indagar en los elementos del caos (Kháos) que describía Hesíodos”. Sextus empiricus agrega además que “siendo un muchacho, interpeló a su maestro de gramática, mientras éste recitaba poesía: -en el origen hubo caos, después surgió Tierra…- (Theogonía, 116). Habría dicho: -¿pues de qué se compuso el caos, si es que fue desde el principio?- Aquel maestro le contestó enseguida: -no yo, sino los filósofos han de explicar eso-. Entonces Epíkouros replicó: -tendré que buscarlos, si es que saben de nuestra naturaleza (phýsis)[1]”.
***
Es curioso el hecho de que Diogénes Laértios, a continuación de la anécdota recién citada, agregue una segunda versión acerca del motivo que decide la vocación filosófica de Epíkouros.
“Y de él dice Hérmippos que se había hecho maestro de escuela (grammatodidáskalon), pero que luego, al dar con los volúmenes de Demókritos, se dedicó a la philosophía.
(Sólo aparentemente se opone ésta a la noticia anterior. Ambas coinciden en destacar un enfrentamiento entre la postura del “maestro de letras” y la del que busca la verdad de las cosas reales, el philósophos.). Se proponen diferentes la literatura y el conocimiento de “la naturaleza de las cosas” (physiología)[2].
***
De acuerdo con Carlos García Gual[3], resulta sugerente que Epíkouros rechazara el oficio de “maestro de letras” (la noticia no es inverosímil, puesto que su padre lo había sido y el oficio profesional se transmitía al descendiente). Además es posible relacionar estas anécdotas personales con el rotundo menosprecio del filósofo hacia la paideía tradicional[4] como algo superfluo para el fin de nuestras conductas, eso que es “necesidad de la vida” (anankáias toû bíou).
***
Movido por su propia necesidad de responder a las preguntas que le asaltaban, el joven hijo de gramático anduvo en busca de los filósofos que pudieran darle una satisfactoria fundamentación. Ahora bien, aunque Epíkouros encontró varios maestros en su indagación filosófica, ninguno satisfizo, al parecer, de modo cabal, sus exigencias. Y, según lo que afirma Diogénes, no obstante lo que debía a la lectura de Demókritos, le gustaba proclamarse “autodidacto” (Vitae, X, 13).
***
Tras su “conversión” a la filosofía –por decepción de las explicaciones literarias y por influjo del modelo de Demókritos-, Epíkouros persuadió a sus tres hermanos a que compartieran esa misma tarea. Neoklês, Khairédemos, Aristóboulos: lo siguieron, desde esa etapa de la adolescencia hasta su definitiva instalación en la chacra de Atenas (el conceptual képos de los que se cultivan y se satisfacen, disfrutando el placer en compañía recíproca).
***
En suma, Epíkouros presentó a corta edad una notable tendencia a la investigación de la realidad de modo radical e independiente. Sentía esa necesidad (anánke).
Este antiguo philósophos, el terapeuta, se vuelve a la phýsis y alude ab initio a una incesante krísis. En ella se resuelve sobre cada testimonio (martýresis), si su efecto es sensiblemente revelador (alethés) o confuso (tarakhês). Hay algo que es juez (kritérion) en nosotros y discierne entre lo urgente y lo superfluo. Él sostuvo: entre diversos motivos de conducta, hay algunos deseos naturales y necesarios (tôn epithymiôn hai physikaì kaì anakaîai). Son los que, de no escucharse, producen daño (blábe). El comprender la naturaleza, los términos de sus notas permanentes, las llamadas “propiedades” (symbebekóta) de nuestra móvil realidad, sería uno de ellos. De ahí, una epicúrea exhortación: conviene siempre discernir cuál realidad (tí) es propia, esto es, necesaria (anankaîa). En efecto, la anánke indica lo que resulta, a los humanos, imprescindible y vinculante. Se da que los mortales necesitamos términos (pérata), a fin de no dejar escapar la satisfacción (télos).
***
Antes de elogiar a Epíkouros, mediante un epigrama (di’ epigrámmatos), Athénaios recoge algo común a los humanos, cuando destaca lo siguiente:
“Hombres (ánthropoi), ocupáis las manos en incesante lucha por lo superfluo; entretanto la riqueza de la naturaleza (ho ploûtos tâs phýsios) se extiende a un moderado límite (hóron), los juicios sin fundamento (kenaì kríseis) presentan una proyección infinita (apéranton). Estas palabras transmitió el sabio hijo de Neoklés, oídas quizá de las musas (è parà Mouséon), o del sagrado trípode délfico (Pythoûs ex hierôn tripódon).
Diogénes Laértios agrega a esas palabras un sugestivo comentario: esto que se ha referido sobre él consta aun más por su doctrina y su propio modo de hablar (ék te tôn dogmáton ék te tôn rhetôn autoû).
***
¿Cuán determinado Epíkouros por el nombre que lo interpela? El vocablo epíkouros significa: que sirve, que auxilia, que protege, que aparta. Por otra parte, indica también “el vengador”.
Quien con ese nombre habla, dijo: la philosophía que no auxilia es huero sonido; vana opinión, la que no sirve para eliminar el dolor y alcanzar el placer.
El que habla a los suyos, insiste en protegerlos de lo turbador, y apunta a lo que es dañino en áreas como: educación, sociedad, lenguaje, culto a los dioses. Ofrece un corte, un fin a los excesos. El fin mismo es lo que define su doctrina. El fin es la cima de los mortales, lo que los prueba.
El “canto del cisne” es leyenda de tonos epicúreos; el término es lo que provoca, en los vivientes y finitos, un punto de culminación. El hecho de que haya un último aliento, conduce a una alternativa anterior a él: ante el silencio definitivo, fobia o pasajero canto.
La mayor parte de los hombres se extravía. Entonces exceden sus límites por ilusión, los desatienden. Son los que Epíkouros deja fuera. ¿Esa acuciosa delimitación no es acaso su venganza?
***
Cuenta Diogénes Laértios que Epíkouros llegó a ser el más prolífico escritor (polygraphótatos) y eclipsó (hyperballómenos) a todos los autores previos en cuanto al número de sus volúmenes (biblíon). Además, destaca que en sus trescientos rollos (kýlindroi triakosíous) no hay ninguna cita (martýrion oudén). Así pues, es su propia voz la que suena (phonaí). Luego, Diogénes refiere una comparación: Krýsippos intentó igualarlo, pero sus obras abundan en datos inconclusos y citas, a tal punto que sólo de citas están compuestos algunos de sus volúmenes (biblía).
Es bastante probable que este comentario sea inexacto y hasta malintencionado, prueba de ello es que al describir la inclinación de Krýsippos a llenar de citas sus obras, afirma que lo mismo se aplica a Zénon y Aristotéles (algo que, según consta, es exagerado). Ahora bien, sí resulta interesante que se testimonie la opuesta tendencia a no citar a otros por parte de Epíkouros, pues entrega información sobre su temperamento y su concepción de escritura filosófica.
***
Epíkouros sugirió a sus discípulos un notable estilo de enseñanza: transmitir la doctrina implica esforzarse por conseguir la suficiente nitidez (enárgeia). Conviene esto al propósito de evitar la confusión (tarakhé) y el daño (blábe). La claridad (saphéneia) en el lenguaje y la franqueza (parresía) en la declaración: valiosos requisitos epicúreos. El escritor y divulgador que fue Diogénes Laértios también lo remarcó (X, 13-14), aseverando: “solió usar vocablos (léxei) acotados a cosas (pragmáton), por lo que el gramático Aristophánes le atribuyó un estilo rudimentario (idiótate). De acuerdo con lo claro (saphés) que fue él mismo, en su obra sobre retórica enseñó que el principal valor es la claridad (saphéneia). Por otra parte, en las cartas, más que nada aconsejaba demostrar la gratitud (khaírein), actuar bien (eû práttein) y vivir con sensatez (spoudaíos zên).
***
De hecho, la claridad (saphéneia) permite a los hombres reconocer las semejantes experiencias y es cumbre del ejercicio filosófico del lenguaje (lógos). Tal como el placer (hedoné) es inicio y cima de felicidad, ya que es efecto de estar erradicado lo doloroso, la claridad implica la consecuencia de eliminar, por el lenguaje, el daño y la confusión. La claridad expresiva es, por sí misma, un eficaz remedio a favor de la confianza y la tranquilidad. Epíkouros empleaba el lenguaje soliendo observar lo fundamental, siguiendo el uso originario.
La claridad, en cuanto síntoma del lenguaje filosófico, resulta de un esfuerzo por asentar los vocablos en una continua depuración común de las experiencias, y surge, como efecto, al hacer del diálogo una medicina (phármakon).
***
La reputación de Epíkouros (D. L., X, 9): “su patria lo honró con estatuas de bronce; tan abundante era el número de sus amigos que con dificultad podrían haberse contado por ciudades enteras[5]”. Al respecto, según narra Diogénes, hay muchos testigos (hikanoì mártyres) de su insuperable ecuanimidad (tês anyperblétou eugnomosýnes) para con todos (pròs pántas andrì): en suma, todos quienes lo conocieron (gnórimoi pántes), movidos por el encanto de sus doctrinas (proskataskhethéntes taîs dogmatikaîs) tal como si fueran atraídos por sirenas (autoû seirêsi).
***
Un hermoso ejemplo de la vitalidad del philósophos abarca hasta su etapa terminal. Cuando Epíkouros, horas antes de morir, escribe a su discípulo Idemonéos: (D.L., X, 22):
“Enfrentado a este día perfecto (tèn makarían ágontes heméran), al mismo tiempo el último de mi vida (kaì háma teleutaían toû bíou), te escribo esto (egráphomen hymîn tautí): aun cuando mis continuos dolores, por la estranguria y la disentería (strangouría te parekolouthékei kaí dysenterikà páthe), tan extremos son en su intensidad que no podrían aumentar (hyperbolèn ouk apoleíponta toû en heautoîs megéthous); a todo eso sobrepone su presencia la gratitud del alma (psykhèn khaîron) mediante el recuerdo (mnémei) de nuestras pasadas conversaciones (epì teî tôn gegonóton hemîn dialogismôn).
***
Hérmarkhos dice en sus cartas que Epíkouros murió de mal de piedra, lo cual interceptó la orina, el día catorce de la enfermedad. Y Hérmippos relata que el maestro, después de haber entrado en una bañera de bronce llena de agua caliente, pidió vino puro para beber y, exhortando (parangeílanta) a los amigos que recuerden su doctrina (tôn dogmáton memnêsthai), expiró (teleutêsai).
El medio líquido y cálido que alivia el dolor, restituyéndolo a su inicial situación; el gusto del vino simple en actitud de celebración vital, la compañía de los amigos a quienes se transmite el mensaje terminal: filosofar y preservar en la memoria lo compartido. Tal es la actitud de Epíkouros ante su pronta muerte, la cual en efecto sólo puede afectar a los otros. La imagen es ejemplar.
De los impulsos (tôn epithimiôn) hay límites (toùs hórous).
Así se consumó (teleutêsai) la doctrina. Lo realiza quien asume su vida hasta la muerte.
El sabio lleva a término (hóros) su biografía.
***
Antes de despedirse, el philósophos acoge francamente el límite de la vida. Entonces ha llegado a puerto. Imagen de quien alcanza un sereno término.
Si la memoria llega a puerto, tal como una nave, se amarra al muelle. Eso logra impedir las agitadas ondas de las pasiones, permite así disfrutar la gratitud de los recuerdos en lo presente. Ha atravesado. Nada fue en vano.
Tal es la actitud del epicúreo, previo a su último aliento: “…ha anclado, como en un puerto, aquellos bienes que antes había esperado inciertamente, resguardándolos por el medio seguro de la gratitud” (GV, XVII)[6].
***
Una vez que el cuerpo deja de ser sensible y cesa la respiración de Epíkouros, la experiencia de su vida fue recogida y transmitida por sus discípulos. Hérmarkhos, Timokrátes, Amynómakhos, Políainos, Kolótes, Zénon, en relevo junto a muchos otros, cuidan de preservar su recuerdo, la memoria de ese amigo (phílos) dedicado a la vital sabiduría (sophía).
***
Más de un siglo después de la muerte de Epíkouros, un hombre, homo latinissimus, cuya vida se conserva como incógnita, fue quien escribió la obra que hoy nos resulta fundamental para la consideración y el conocimiento de las doctrinas epicúreas. Su nombre: Titus Lucretius Carus.
***
La más extensa obra preservada hasta ahora acerca de los principios de la filosofía epicúrea es el canto “De la naturaleza” (De rerum natura) de Lucretius. Con más de siete mil versos compilados en seis libros, en él se da cuenta poéticamente de los principios epicúreos.
***
La vida de Titus Lucretius Carus persiste hasta hoy envuelta en sombra y constituye para nosotros un misterio.
Ignoramos el lugar en que nació, se discute si era de familia aristocrática o de origen plebeyo, e incluso son inciertas las fechas de su nacimiento y de su muerte.
Nada podemos afirmar de su vida con seguridad, excepto que vivió antes de la fecha asignada al nacimiento de Iesòus), que dedicó su poema a un tal Memmius (quien habría sido su amigo), que nació cerca del año 90 a. C. y que murió cuando solo contaba entre cuarenta, y cuarenta y cinco años de edad.
[1] Las anécdotas biográficas (sobre todo, del modo en que las expone Diogénes Laértios) suelen tener más atractivo por su intención significativa y su carácter ejemplar que por su dudosa autenticidad. De hecho, estas exposiciones se asemejan más a leyendas o alegorías que a testimonios historiográficos. Diogénes es un literato, y, al momento de colectar referencias diversas, se vuelve una sabrosa mezcla de cronista y moralista.
En este caso la anécdota parece apuntar dos rasgos: la temprana crítica e insatisfacción de Epíkouros hacia la educación tradicional, basada en la lectura y la memorización de textos poéticos, como los de Hesíodos, sin apurar todo el sentido de los mismos y sin que el “maestro de letras” (grammatistés) fuera hasta el sentido último, considerado en este ejemplo como una especialidad de los filósofos de profesión; y, además, su atención a uno de los problemas fundamentales de la física: ¿acaso hay un origen del universo? Tal vez ya en este punto se alude a la preferencia del joven por la teoría atomista, que daba a la cuestión una respuesta clara. La realidad cambia siempre por autodeterminación y la naturaleza es inmanente; las diversas y plurales formas surgen por conjunción de átomos –corpúsculos componentes- y vacío –posiciones-.
[2] He ahí la primera y rotunda distinción entre Epíkouros y Lucretius.
[3] Carlos García Gual, Epicuro, p. 43.
[4] De hecho, la educación tradicional (paideía) es llamada por Epíkouros “niñería” (paidía).
[5] La cita en griego sería: Hé te patrìs khalkaîs eikósi timésasa hoí te phíloi tosoûtoi tò plêthos hos med’ àn pólesin hólais metreîsthai dýnasthai.
[6] Hay textos de Epíkouros que explican esta imagen:
-GV XVII: “Ou néos makaristòs allà géron bebiokòs kalôs· ho gàr néos akmê polýs hypò tês týkhes heterophronôn plázetai· ho dè géron katháper en limen toî géra kathormiken tà próteron dyselpistoúmena tôn agathôn asphaleî katakleísas kháriti” (“No es el joven el más feliz, sino el viejo que ha vivido bien; pues el joven, pletórico en su cima, se extravía, alterado su pensamiento por causa de la suerte; mientras que el viejo, en su vejez, ha anclado, como en un puerto, aquellos bienes que antes había esperado inciertamente, resguardándolos por el medio seguro de la gratitud”. Así, la gratitud (kháris) determina y tonifica el recuerdo que en el sabio reúne los bienes pasados. Tal reunión es lógos (recolección, a la manera de la cosecha que se recoge). Cf. SV 75 y, desde luego, el preámbulo de Ep. Men., 122.
This entry was posted
on 12 abril 2009
at 8:27
. You can follow any responses to this entry through the
comments feed
.