La organización de los individuos y su comunicación. Enfoque epicúreo II

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Para Lucretius, los grupos humanos se conformaron a fin de asegurar la protección de los hijos[1]. Los humanos, primeramente errantes en bandas, tendían a distribuirse en grupos para acompañarse en el riesgo (V, 962-965). En tal condición, una vez que dispusieron de abrigo y un lugar estable, las parejas se constituyeron más establemente, “viendo crecer la descendencia engendrada, y entonces el género humano comenzó a enternecerse. Los hijos, por sus caricias, ablandaron de ese modo la naturaleza arisca de sus padres. Luego, también los vecinos iniciaron una amistad, deseando no infligirse daño entre ellos, no cometer violencia; se confiaron los niños y las mujeres, comunicándose, al balbucir mediante la voz y los gestos, que era conveniente que juntos protegieran a los útiles y débiles” (V, 1013-1023).

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Lucretius alude a una especie de “pacto” (concordia), sin el cual la especie humana habría desaparecido (V, 1024-1027). Quizá fue en ese sentido que Epíkouros habría reconocido una cierta sociabilidad natural en el hombre, la cual no se confunde con la instauración de leyes que es algo posterior. Si la utilidad motiva los acuerdos, exige antes la adaptación natural a las circunstancias. Los primeros hombres “no podían aún considerar un bien común, y para sus mutuas relaciones, no sabían usar ni vestidos ni leyes” (958-959): el vestido se instaura poco a poco como producto de la protección; la ley será exigida ante el reclamo de los más débiles.

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El clamor humano exige protección.
El lenguaje va a una con la formación de los primeros grupos: de entrada, la voz y el gesto devienen significantes, bajo el efecto de un impulso directo, y no por convención reflexiva: la naturaleza (phýsis, natura) ha impulsado a los humanos a emitir los diversos sonidos de la lengua, y luego la utilidad (khreía, utilitas) ha asignado los nombres de las cosas. Por otra parte, es lo que ha propuesto la doctrina epicúrea, la tesis original que Epíkouros opone a Demókritos y a otros teóricos acerca del comienzo de la sociedad humana. Para Demókritos, los nombres son formados por acuerdo (indistintamente se los propone thései y por azar (týkhei) (fr. B 26): una material vocal, sin significación inicial, y arbitrariamente orientado hacia las designaciones. Se da algo semejante de acuerdo con Diódoros: los hombres comienzan por “un grito sin significación y sin articulación; pero al articular poco a poco las palabras, han propuesto mutuas convenciones para referir al contendido de cada uno de los objetos que se presentan”, formando “para ellos mismos una expresión inteligible de todas las cosas”. La diversidad de lenguas proviene, en consecuencia, de la dispersión de los primeros grupos, “según cómo se presente al azar” la designación de cada cosa[2]. No obstante ciertos acercamientos[3], la diferencia es clara con el epicureísmo. La carta a Heródotos distingue dos fases, entre tanto Lucretius y Diogénes de Oenoanda insisten en el carácter natural del lenguaje, de acuerdo con lo que Epíkouros señala inicialmente: “las palabras al comienzo no surgen por convención. Las características propias de los hombres, según cada tribu, al experimentar sentimientos particulares y percibir imágenes particulares, profieren de un modo distinto el aire modulado por cada una de las afecciones y las imágenes, de suerte que en seguida se da la diferencia entre las tribus según los territorios”.

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El lenguaje es entonces algo relativo, reacción inmediata a las impresiones, de acuerdo con su doble aspecto de representaciones exteriores (phántasmata) y de consecuentes ansias (epithymiaí), lo que retoma dos criterios básicos, aísthesis y páthos. Luego, tan pronto como la reacción es elaborada, el aire es emitido de cierta forma, articulado ya como “nombre” (ónoma). Éste no corresponde al grito salvaje, asociado a una emoción, sin mayor elaboración de lo que se presenta[4].
Al destacar esta oposición, Diogénes de Oenoanda emplea phtóggoi, los “sonidos articulados”, y precisa: “aludo a nombres (onómata) y oraciones” (rhêmata), que emitieron primero en voz alta los primitivos hombres surgidos en la tierra” (fr. 10, col. II-III); es lo que corresponde probablemente a “los diversos sonidos articulados de la lengua” en palabras de Lucretius (V, 1028)[5]. La capacidad de emitirlos se encuentra presente en el ser humano, lo cual prueba la movilidad de la lengua. De hecho, antes que ella se manifieste en los infantes –quienes aún no hablan-, el deseo de designar se manifiesta por el gesto (V, 1030-1032). Esto, para la doctrina epicúrea, tiene un carácter congénito. Precisamente en este punto, la diferencia entre Epíkouros y Demókritos es que el sabio de Ábdera no atribuye a la sensación sino un carácter de “convención” –nómos- respecto a la inteligible realidad de los átomoi.

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Según Epíkouros, la sensación –aísthesis- expresa auténticamente una propiedad del objeto percibido en relación a nuestros sentidos, y su repetición, por medio de un proceso natural de uso, nos mueve a designar con un nombre –ónoma- la noción general. Ahora bien, respecto a la distinción entre surgimiento por naturaleza –phýsei- o por convención –thései-, como hizo Pláton en el Krátilos, el epicureísmo rechaza una idea, la que sostiene que las palabras son absolutamente apropiadas a la esencia de los seres. De acuerdo con el enfoque epicúreo, un nombre no nace por un ser aislado ni por un recuerdo inscrito en el ser humano, ni por las palabras como tales, ni meramente por un acuerdo[6].

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El surgimiento de las lenguas jamás es absoluto, sino relativo. Epíkouros remarca la particularidad de las experiencias de cada tribu: no hay lenguaje universal, pues en efecto la designación es circunstancial.

La organización de la comunidad y la comunicación lingüística se desarrollan juntas. Mientras, gradualmente, los usos y las costumbres se hacen estables. Tal fenómeno es el que remarca Epíkouros: las lenguas se enriquecen en la fase convencional: “más tarde en cada tribu, se fijan en común los términos particulares, a fin de que las designaciones sean menos equívocas entre ellas y más concisas. Además, para algunas cosas que no eran visibles al mismo tiempo que la voz, los que tenían el conocimiento las introdujeron, transmitiendo ciertos sonidos que luego llegaron a articular; después de lo cual, los demás, adoptándolos, los interpretaron por referencia a la explicación principal” (D. L., X, 76).

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Al proseguir el análisis de la doctrina epicúrea, conviene plantear la siguiente pregunta: ¿cómo es que el lógos deviene un medio de especulación?
De súbito los hombres requieren explicar lo que persiste en el sustrato de la naturaleza, lo mismo que nunca puede captarse por sensaciones, es decir, “lo no manifiesto” –tà ádela- [7]. De ahí que el pensamiento atienda a su propio modo de ordenar la realidad, se torne reflexivo, y concibiendo e imaginando sus principios constituyentes, el lenguaje alcance el más alto grado de su elaboración. En efecto, los individuos más reflexivos introducen nuevos términos al lenguaje, proponiendo -mediante analogías- imágenes y paralelos significativos, hasta que los otros hayan convenido la coherencia de la propuesta respecto a lo sensible, además de su eficacia explicativa y su utilidad.

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La tardía tesis de “un amo del lenguaje” (quien habría instaurado su uso entre varios hombres) no podría dar cuenta del lenguaje en sus comienzos. En tal sentido, los epicúreos opusieron sus conjeturas a la tesis convencionalista. Así lo hicieron Lucretius y Diogénes de Oenoanda. El primero sostuvo: “es insensato creer que alguno haya distribuido los nombres a las cosas, y enseñado después a los hombres las primeras palabras” (1041-1043); y enumera una serie de argumentos, que luego se reencuentran en la obra del epicúreo Diogénes: “en cuanto al lenguaje, lo que algunos afirman sobre Hermês sería hablar sin fundamento. Por ende, no creemos en los filósofos que dicen que los nombres han sido impuestos convencionalmente , o enseñados, para que los hombres puedan hablar los unos con los otros. Pues eso es absurdo, sumamente ridículo”[8]. Al respecto, luego añade la imposibilidad de que un individuo recoja por sí solo tal diversidad de nombres si no contaba antes con lenguaje articulado. Según tal supuesto, a la manera de un maestro de escuela, y mostrando cada cosa, habría dicho a otros: “eso es piedra”, “esto lo llamo “bosque”, “aquello es un perro” y “esto es un hombre””… No es difícil, pues, imaginar a aquel pensador de Oenoanda estallando de risa ante la imagen de los seguidores de esa tesis, cuestionándose cómo, sin previo lenguaje, se hubiera podido aceptar tal sugerencia. Lucretius, por su parte, retoma la cuestión (V, 1043-1055), al preguntar: ¿cómo los hombres habrían advertido la utilidad si no tuvieran ya una noción común del habla? Si no hubiera ocurrido, ¿por qué habrían obedecido a un amo, un supuesto maestro, aplicándose después a recordar cada vocablo tal cual le fue enseñado? En suma, ¿cómo reservar a un solo inventor el privilegio de la designación articulada, sin que los otros participen de la experiencia que muestra la utilidad de la comunicación, o sea, sin que haya relación, trato, acuerdos y costumbre entre los seres racionales?

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Todo lenguaje –lógos-, como convención, presupone que haya por naturaleza –phýsei- una capacidad -dýnamis- de establecer acuerdos –homologeîn-, sin que sea necesario agregar una previa organización a partir de una tesis finalista (o teleológica). Basta que se descubra utilidad -khreía-, para mejorar luego la precaria condición de un comienzo -arkhé-.
Se componen los pequeños grupos, permanecen errantes, se adaptan a los frutos silvestres, son presa de las bestias salvajes. Les es conveniente –symphéron- reforzar sus lazos para defenderse y asegurar la sobrevivencia de los más débiles. Teniendo por naturaleza la facultad de asimilar la adquirida experiencia (empeiría), derivan de ella las nociones generales (prolépseis), espontáneamente designadas por las palabras. El lenguaje se convierte en un medio de anticipación, que ya no es, como sí es el gesto, tributario de la presencia. Con el lógos se despliega un cariz reflexivo del pensamiento: porque “se entienden”, los humanos acceden a la fase de la comprensión y del razonamiento. Sólo entonces, ellos pueden fijar ciertos acuerdos, al mismo tiempo que perfeccionan sus lenguas (consecuencia que Lucretius y Diódoros no han considerado). Así, el proceso es continuo, desde la sensación a la razón, de la naturaleza a la convención. Todas responden a la misma exigencia de adaptarse a un ámbito cambiante. Esto opera de manera más o menos instintiva, siempre bajo la influencia de la “necesidad” –anánke-, de la cual Demókritos había reconocido[9] la preponderancia. Epíkouros se halla de acuerdo con él en cuanto a precisar el origen convencional de las leyes, aunque sin atribuirlo todo a necesidad, tal como lo hace al referirse a la utilización racional de los ensayos y los usos de la experiencia en aras de los descubrimientos técnicos.

LA GENEALOGÍA DE LA MORAL. EL DERECHO.

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La virtud de justicia es evocada en la carta a Menoikeîos (D. L., X, 132), como elemento indispensable del placer –hedoné- y de la práctica sabia –phrónesis-. Lo justo (tò díkaion) es además descrito por un conjunto de las Kýriai dóxai (Máximas Capitales 31-38). También, gracias a Porphýrios quien nos legó importantes extractos de Hérmarkhos, se cuenta con una especie de genealogía de la moral[10] atribuida a este último, que asociaba el surgimiento de las leyes a la necesidad de sanciones contra los que llegaron a matar a otros hombres.

En Lucretius, tras los primeros grupos espontáneamente constituidos para la protección de los niños y las mujeres, fenómeno vinculado con la evolución del lenguaje, el descubrimiento del fuego y las consecuentes técnicas para aprovecharlo, otorgan predominio a algunos individuos superiores en sabiduría, los que fueron denominados “dirigentes”[11]. Fueron éstos quienes determinarían en primera instancia lo justo (díkaion). “Ellos comenzaron a fundar ciudades… a repartir rebaños y tierras” en propiedad; posteriormente aparecieron la ambición y la envidia y suscitaron la “muerte del dirigente”. “También los asuntos llegaron al más alto grado de corrupción y de problemas; pues cada uno reclamaba para sí el poder y el rango supremo. A partir de ahí, algunos enseñaron a instituir el derecho y que se aceptara el uso de leyes, a creer en quienes asignarían la adecuada proporción, los jueces. Pues el género humano, cansado de llevar una vida aplastada bajo la violencia, se iba menguando por sus hostilidades. Sólo después de eso, se somete espontáneamente a las leyes y al estricto derecho” (V, 1141-1147). Según Lucretius, estas dos fases son bien distintas, aunque aquella parte de los grupos que se han vinculado por afecto tenía ya el sentimiento de “lo justo” (aequum), la piedad por los más débiles, observándose en la mayoría, foedera[12], los “pactos” de ayuda mutua (V, 1023-1025).

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Diversos intérpretes están en desacuerdo: algunos asocian, a veces, a Epíkouros un reconocimiento de derecho (díkaion) de índole natural, invocando aquella de las KD (Máxima 31) que inicia la serie sobre lo justo con estas palabras: “to tês physeôs díkaion” (el derecho de la naturaleza)…”; otras veces, esta tesis se apoya sobre la correlación entre comunidad originaria y lenguaje. Desde ese enfoque, Epíkouros habría remarcado fuertemente la génesis espontánea[13]. Otros, ligan la institución por convención del derecho a su utilidad (descubierta gradualmente); mientras que Müller relaciona al “principio convencional de la utilidad recíproca”, la instancia inicial de Lucretius, con un “pacto que exige abstenerse de daño”, el cual se sitúa por encima del círculo cercano (extendiéndose desde la familia a un “prójimo” abstracto[14])”. El mismo autor reconocía que “para el lenguaje, el principio de la utilidad aparecía ya en el primer nivel, en directa relación con el principio de la naturaleza[15]”. Ése es el fondo de la cuestión: todo en la naturaleza responde a la “necesidad” (lo que puede traducir la primera utilidad del lenguaje; pues, a su vez, la palabra utilitas traduce khréos que significa exigencia natural), y en la distinción entre lo que nos es propio (oikeîon) y lo que es extraño u hostil (allótrion), lo oikeîon se aplica a la vez a lo que nos conviene naturalmente (o sea, nos es connatural -sýmphiton-), y a todo lo que concierne a la casa o al asentamiento –oikeîos, oîkema-, cada uno de los seres que son parte de ella: familia, cercanos y amigos[16].

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Hay una norma base de la comunidad, orientada a la subsistencia de los individuos, un minimum coherente con la búsqueda de seguridad. Ahora bien, ¿qué es lo que motiva a obedecer al “pacto”?
Que los epicúreos de la antigüedad hayan estado divididos en este punto, confirma la dificultad de discernir lo que corresponde espontáneamente a un provecho natural y lo que, por esta misma razón, está establecido por convención. El primer caso prolonga el movimiento de la naturaleza, que no deja sobrevivir sino los seres de acuerdo con su medio[17] sin que el fin haya sido anticipado; con el segundo, el hombre con plena conciencia decide fijarse como objetivo esa utilidad; entonces el pacto deviene un medio libremente aceptado por un consentimiento racional.

[1] Para Marcel Conche, Lucrèce et l'expérience, p. 83-84, la alusión a la protección por acuerdo es un aporte propio de Lucretius.
[2] Cole, p. 33 y 60. El hecho que el lenguaje articulado no sea esencial al hombre se confirma en III, 17, donde Diódoros habla de trogloditas que profieren gritos y hacen signos con las manos.

[3] De Lacy, Philodemus, p. 140, sobreestima la importancia de la fase convencional en Epíkouros. Por otra parte, la mayoría de los comentadores insiste en la diferencia entre Diódoros y los epicúreos. Así, Dalhmann, Vlastos, Spoerri; cf. Cole, p. 61, n. 3 y 62, n. 6; Müller, Actes, p. 308.

[4] Cole, p. 60, textos paralelos de Diódoros y de Vitruvius; también Cicero, De re publica, III, 3, en p. 61, n. 2: “las voces sin significación y sin articulación”, poco a poco se distinguen; finalmente “las palabras se emplean como signos de cosas”.

[5] Es posible ligar el texto de Lucretius y Horatius (Saturae, I, 3, 103-104. En ese texto el hombre es descrito mutus, o sea, que no dice palabra, pues básicamente posee el grito, sin lenguaje). Por otra parte, Lucretius (V, 1059, 1087-1090) aplica muta a los animales, cuyos gritos “varios” no se distinguían de los sonidos de la lengua, según el verso 1028. Y el elemento que permite al hombre designar (notare) las cosas “por una vocalización diferenciada” se desarrolla más en los versos 1056-1058, que remarcan el inicial privilegio del género humano, en comparación con los animales, al “poseer el vocablo y la lengua para designar las cosas en orden a una sensación diferenciada a la cual se liga una palabra distinta”.

[6] Pláton parte del orden de las esencias, e intenta exponerlo de manera óptima. Evita entonces quedar atrapado en la dicotomía, y multiplica las etimologías, tanto a favor de la tesis naturalista (que discierne en todo vocablo una especie de onomatopeya imitativa), como de la tesis convencionalista. Después concluye algo en el sentido del amo pitagórico del lenguaje; cf. Cicero, T., I, 25, 62 (“el primero que logra la mayor sabiduría… impone los nombres a todas las cosas”); Krátilos, 436 c, y 338 e – 390 c. La convención se arraiga así en la naturaleza, pues la norma regula la experiencia, sin que haya originaria ignorancia; a la inversa de lo que ocurre en la propuesta de Epíkouros.

[7] Bollack, La Lettre d’Épicure, p. 238, dice que “lo no manifiesto” define una clase de cosas que se aprehenden por la mente (diánoia), las que calificaríamos como abstracciones””; cf. Müller, Actes, p. 309. En cuanto a éstas, puede tratarse de nociones teóricas (vacío, átomos, totalidad, etc.).

[8] Hermês era tradicionalmente considerado como el padre del Lógos (Krátylos, 408 a); corresponde al Thot egipcio (Cf. Phaídros, 274 c-e). Diódoros, después de haber descrito la prehistoria, cuando llega a la historia de Egipto, dice que “Hermês forma la primera lengua exacta y reglada. De él se dijo que a solas encontró apelativos para muchas cosas que no tenían nombre”.

[9] El texto de Diódoros sobre las técnicas, al concluir “todo fue enseñado por la necesidad” (I, 8, 7), aun sin nombrar a Demókritos, ha sido agregado a los fragmentos de aquél, en B5, en la re-edición de Diels, completada por Kranz, luego del artículo de Reinhardt. Incluso si la obra de Diódoros se considerara una especie de mosaico, la atribución es posible, pero el tema de la necesidad –anánke- está tan difundido que no aparece como algo muy característico. Cf. Spoerri, p. 144.

[10] De la abstinencia de los animales, I, 7: “los que siguen a Epíkouros, exponen una amplia genealogía…”. Cf. Cole, p. 70, título del c. 5: “the genealogy of Morals (Epicurus)”. Hérmarkhos no es nombrado sino en el párrafo 26, pero a él se le atribuye en general ese desarrollo.

[11] La noción de “dirigentes” remite al vocablo basileýs: que dirige; poderoso, preeminente, principal, cabeza, rey, monarca.
[12] Uniones o alianzas.

[13] Cf. Müller, Actes, p. 305-306: R. Philippson afirma el origen natural del derecho, “Die Rechtsphilosophie der Epikureer”, Archiv für Geschichte der Philosophie, 23, 1910, p. 289 sq.; 433 sq., al cotejar también el lenguaje, p. 298. También, J. H. Dahlmann, De philosophorum graecorum sententiis ad loquellae originem pertinentibus, Diss. Leipzig, 1928.

[14] Actes, p. 312, observaciones contra la cercanía con un fragmento de Demétrios (Demetrio el Laconiano) (ibid., 309-310): pap. Herculanum 1012, defendiendo el carácter natural del afecto de los padres a los hijos, frente a los que acusan a Epíkouros de lo contrario. Este texto distingue una tendencia instintiva (la que desempeña un papel en el lenguaje), la coacción natural (dolor), y la utilidad, asociada a la búsqueda de la virtud (de la cual la justicia forma parte). Müller insiste sobre los foedera de Lucretius, V, 1025, cuya formulación está de acuerdo con las Máximas 31-33 y 35. (Pero la utilidad se mantiene igual, si bien los medios cambian según el nivel de reflexión). Se hallaba también en Hérmarkhos esta frase: “fase de contrato menos riguroso” (p. 313).

[15] Müller, p. 314, n. 4, refiriendo a los versos 1028-1029 articulando naturaleza (que mueve a emitir sonidos articulados) y utilidad (que lleva a expresar los nombres de las cosas). Cf. V. 1047-1048, sobre la noción de utilidad implícita en nosotros.
[16] En cuanto cada uno es considerado “afín” –phílos- si obedece a la norma –nómos- de habitación –oîkos-.
[17] De nuevo oikeîon, de donde se derivan los vocablos ecosistema, economía y ecología del español.

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