Distinción de una erótica epicúrea (I)

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El amor es, sin duda, un motivo de suma importancia en la historia de la literatura.
De hecho, el respectivo concepto, con su origen, su extenso desarrollo y su variada plasmación en diferentes géneros literarios, ha atravesado la cultura occidental. Por ejemplo, en la antigua Hélade, el concepto se diseminó a partir de diferentes raíces: er- (éros, érao, éramai) indicó el amor que es pasión o enamoramiento; entretanto la raíz phil- (philía, philéo, phílos, philótes) aludió al amor que es afecto o amistad grosso modo. Siglos más tarde, el vocablo agápe se asoció al campo del Nuevo Testamento y al cristianismo, con clara connotación religiosa. Teniendo aquello en cuenta, desde un enfoque genético, conviene analizar inicialmente el amor que refiere, de una manera simultánea, a la fuerza primordial (Éros) y al impulso sexual (éros).

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Entre las muchas obras literarias que en la antigüedad se ocuparon del concepto del amor (Eros), se pone de relieve –hasta la actualidad- la diversa forma de aproximación a éste desde la philosophía. En tal sentido, rápidamente nos viene a la memoria la bella reflexión sobre el amor (Éros) expuesta por Pláton en Sympósion (El Banquete). Sin embargo, hasta llegar a él, el amor (Eros) había hecho un largo camino, contaba ya con una historia. A la incidencia constatable de la épica y la lírica de carácter amoroso, la sustentaban una incipiente tradición literaria y una efectiva experiencia cotidiana del amor, la cual también dio lugar tempranamente a toda una serie de cosmogonías y mitos fundacionales sobre el amor concebido como fuerza primigenia[1].

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El amor concebido como fuerza motriz fue trasladado prontamente al plano cósmico como algo que interviene en el nacimiento del mundo. Así pues, aparece ya en Hesíodos como divinidad primordial. Esa fuerza, además, va a manifestarse de manera peculiar en la reproducción de los seres; de ahí la presencia dual del amor en la mítica griega arcaica bajo los nombres de Éros y Aphrodíte (como se da, por ejemplo, en la Theogonía de Hesíodos). Tal dualidad del amor[2] en los tempranos relatos mitológicos griegos la subrayó Jean Rudhardt, al indicar las dos formas de Amor con funciones diferentes. Por una parte, el Eros primordial, antiguo como el mundo, o sea anterior a Aphrodíte, y, por otra, Éros como formando parte del séquito de Aphrodíte o como hijo suyo, esto es un éros que corresponde a un mundo ya constituido y organizado divinamente. Este segundo éros en compañía de Aphrodíte no tiene su campo de acción en los orígenes, sino en un momento en que el orden implica para cada ser humano -ya sexuado y necesitado de cópula para engendrar- una forma precisa y fija, que debe, sin cambio, transmitirse de generación en generación, en un orden que se consideró, por la mayoría de los helénicos, conservado por Zeus (en griego: Diós).

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Desde la antigüedad, la acción del llamado “Éros” primordial se sitúa antes de la clara distinción de sexos y traduce una superabundancia del ser primigenio, al que nada le falta, y que por su propia plenitud se expande creando otros seres sin unión sexual. Saca a la luz lo que la entidad primera portaba oscuramente en sí, es “revelación” de lo que ella “ocultaba”. Es la plenitud del Uno. Es también el Éros órfico, ese Éros del que hablaban las Rapsodias, ser perfecto en sus órganos y miembros, que posee los dos sexos, con todas las funciones; aquel que posteriormente vamos a encontrar en la figura del andrógino (andrógynos) de Aristophánes en el Sympósion platónico. El segundo éros es el amor-pasión, el anhelo que se apodera de nuestras almas y nos arrastra a acciones incontroladas. Está en estrecha conexión con Aphrodíte, diosa del impulso sexual, de la tendencia natural a la unión con el otro y del goce del sexo. Este Éros es génesis de excitación, motivo de frenesí y arrebato. Por ello puede resultar trágico, destructivo y mortífero. Pero el nombre de Éros fue siendo referido, con el tiempo, a toda relación íntima, más allá del fin de la procreación, tanto entre seres de distinto sexo como del mismo sexo (aunque en este último caso mayoritariamente ligado a la pederastia –rito de iniciación pedagógica-). Se le calificó entonces con palabras como: pasión (póthos), deseo (epithymía), carencia (éndeia) y locura (manía), apenas compatible con la prudente moderación (sophrosýne). De esa manera, tal como lo testimonia la literatura, el amor abarcó relaciones disímiles como aquellas que se dan: entre amantes, cónyuges, parientes, discípulos, cercanos, etc. Y es que para el espíritu griego “Amor” (Éros) –fuerza motriz y generadora- y “amor” (éros) –pasión e impulso sexual entre seres finitos- fueron usualmente concebidos a partir de una misma experiencia.

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Por cierto la filosofía griega recogió desde sus inicios la noción de éros (amor). Así pues, en cuanto a su primera fase, aquella que suele denominarse “presocrática”, lo que se observa como rasgo común del amor es su carácter físico-cosmogónico, es decir, su relación con conceptos como Phýsis y Kósmos. Al respecto, Parmenídes aludió a un Éros cosmogónico (28 B 13 D.K.), fuerza vinculada a lo Uno pleno e infinito, a la totalidad y preservación del ser. Para Empedoklés, sin embargo, el amor cósmico y el amor en los seres son una e idéntica fuerza[3], auto-existente, que actúa sobre lo que ama. Son las mismas fuerzas las que influyen en el macrocosmos y el microcosmos.

Ahora bien, en el paso a la época clásica, hay un traslado desde el ámbito físico-cosmogónico al humano, el que llega a ser preeminente. En tal sentido, Pláton volvió al orfismo y a la doctrina de Parmenídes, pero en especial para referir el Éros a algo que nos puede acercar a la divinidad, el orden y la sabiduría. Se trata de una fuerza pedagógica. Con ese carácter, según el filósofo de las ideas, Éros es “ávido de sabiduría y fértil en recursos, filosofa a lo largo de toda su vida” (Sympósion, 203 d 6-7). Se trata de una instancia mediadora en el ascenso cuerpo-alma-intelecto cósmico de Diós, algo que remite además a la intuición (noésis) de la Belleza en general, a la idea misma de Lo Bello (to kalón) y al ejercicio de la areté (virtud). Más tarde, los peripatéticos destacaron en lo erótico la virtud asociada al objeto de amor y el deseo de virtud de quien ama. Aristotéles y algunos de sus discípulos[4] escribieron sobre el amor. Diogénes Laértios nos ha transmitido los títulos de dos tratados del fundador del Liceo –Lýkeion- (D.L., V, 22 – 24) sobre el amor: Erotikós (en un libro), del que quedan fragmentos, y Théseis erotikaí, obra en cuatro libros, de la que no queda nada; además de la aparición del tema “erótico” en el controvertido Problemas. De este último autor, cabe subrayar que el concepto de Amor es referido a lo divino, es decir, al motor inmóvil. Dios (Tò theón) es, para él, absolutamente bello y bueno y, por excelencia, objeto de amor; en consecuencia, él suscita deseo (se desea por ser lo máximamente virtuoso). En suma, Dios no es sujeto de amor, pues eso implicaría carencia de algo, lo cual es impensable en Dios. Se ama entonces la virtud de la que se carece. De acuerdo con el discípulo de Pláton, en el amor hay algo que se admira y que se pretende llegar a poseer. Por otra parte, el amor en el plano humano es un sentimiento complejo, formado por un elemento instintivo, el apetito sexual y, en el mejor de los casos, de un elemento más noble, el recíproco afecto (philía), virtud que en su más genuino ejercicio implica una convivencia benéfica, una comunión de almas y el hecho de querer el bien del otro. Luego el amor más elevado es concebido como vía de acceso a la excelencia (areté). Tiempo después, el estoicismo[5] volvería a concebir el amor desde una óptica semejante. En ese contexto, se destaca la definición de Khrýsippos del amor que nos ha transmitido Ioannes Stobaeus (Estobeo) (SVF III 395): “El amor es un impulso a hacer amistad motivado por lo bello cuando se manifiesta”. Se trata de un amor que busca, más allá de los cuerpos, la pedagogía y la virtud.

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Los contenidos anteriores corresponden al marco de la concepción filosófica del amor (éros) en el cual hace su entrada el tratamiento epicúreo de las cuestiones eróticas. A Epíkouros, en efecto, se le atribuye un tratado perdido Sobre el Amor. Ahora bien, en términos generales, podemos observar respecto a Epíkouros y sus discípulos griegos que, tal como ocurrió con los textos de Aristotéles, los estudios se han centrado más en la philía que en el éros. Esto se explica quizá por la mayor sistematicidad de las consideraciones sobre el primero de ambos conceptos al interior de la ética en dichos autores. En cambio, el estudio del segundo concepto es testimoniado sólo a partir de unos pocos fragmentos conservados. De ellos no se conoce claramente el contexto. Por otro lado, sobre la cuestión del amor se ha de tener en cuenta la mala imagen que tuvo el epicureísmo en ciertos sectores del mundo antiguo, lo que debe ponernos en guardia en cuanto a los testimonios conservados y a sus posibles malentendidos. Así, por ejemplo, un escoliasta de Dyonisius Trax (Dionisio Tracio)[6] (SVF III 721) identificó a los estoicos con el amor espiritual, “el del alma”, y a los epicúreos con el carnal, “el del cuerpo”, definiendo el éros epicúreo como “apetito intenso de placeres sexuales”.

Sin embargo, al leer la obra de Epíkouros, se puede advertir que no hay jamás en ella algún predominio del cuerpo sobre el alma ni tampoco al revés[7]. A esto, debemos agregar que el tratamiento epicúreo del amor es, conforme a los datos, bastante perspicaz y variado, correspondiendo a algo de mayor complejidad y agudeza que lo que indica esa breve definición. Justamente el epicureísmo no idealizó el amor y además se hizo cargo de aquello que la tradición arcaica y clásica de la literatura griega había sostenido: el amor suele nacer como pasión, produce diversas reacciones posibles; su origen, el enamoramiento, se representa al modo de una herida que atraviesa el pecho y resulta inquietante, a tal punto que puede incluso llevar al daño o a la locura[8]. En este sentido, la perspectiva epicúrea no asocia necesariamente el amor y el bien. Más aun, la doctrina se inclina por responder a los aparentes malentendidos al analizar las cuestiones eróticas a la luz de la naturaleza humana y de su congénita búsqueda de placer. Podemos dar fe de lo anterior, comenzando por revisar un importante párrafo de la Carta a Menoikeîos, en el cual se marca la diferencia entre el mayor bien y los goces comúnmente asociados por la imaginación al apetito y su dimensión erótica (el deseo sexual):

“Cuando decimos que el placer es el fin, no nos referimos a los placeres de los disolutos y pervertidos, como creen algunos que ignoran, no comparten o malinterpretan nuestra doctrina, sino al no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Pues ni los banquetes ni las fiestas continuas ni el gozo de mancebos y mujeres, ni los pescados ni otros manjares que ofrece una mesa lujosa nos hacen la vida feliz, sino la sobria reflexión que examina las causas de cada acto de elección o rechazo y expulsa las falsas opiniones de las que nace la inmensa perturbación que se adueña del alma” (D.L., X, 131-132).

[1] Esto mismo favorecería el temprano desarrollo de discursos eróticos –erotikoì lógoi- en la práctica de la retórica (rhetoriké).

[2] Eco de esta dual naturaleza del amor parece ser el discurso de Pausánias en Sympósion de Pláton, en el que se dice que existen dos Aphrodíte y dos Éros: la Aphrodíte Ouránia (Celeste) y la Pándemos (Vulgar), al mismo tiempo que se distinguen el Eros Ouránios (Celeste) y el Pándemos (Vulgar), no siendo cualquier éros hermoso ni digno de encomio; sino “sólo el que nos impulse a amar bellamente”, o sea, el propio de los cielos (181 a 5-6).
[3] Para Empedoklés, éros es fuerza promotora, provechosa para los humanos. Sin embargo, cabe aclarar que para él, Éros es indistinto a la Philía, como amor social, generador de comunidad y entendimiento. Se trata de un Éros caracterizado por el cariz de fuerza centrípeta, en tensión constante con la Discordia (Neîkos) (31 B 17, 31 B 22, 31 B 26, 31 B 35, 31 A 39 D.K.).

[4] Sabemos que Teóphrastos escribió un Erótico, del que nos ha conservado tres fragmentos Athénaios, al igual que sobre el mismo tema escribieron Heráklides ho Pontikós, Kléarkhos y Aríston ho Khíos. En la mayoría de los fragmentos conservados bajo la autoría de estos peripatéticos lo que tenemos son casos concretos de relaciones amorosas, curiosas y, a veces, insólitas, como ya sucedía con los fragmentos conservados del Erótico de Aristotéles, lo que concuerda con la tendencia general de tal escuela en este campo.

[5] Las fuentes nos documentan, en efecto, que Zénon, Kléanthes y Khrýsippos, por hablar de los primeros estoicos, escribieron sobre el amor.


[7] El alma (psykhé), para los epicúreos, es corporal y finita, además está necesariamente enlazada al resto del cuerpo, llamado genéricamente “carne” (sárx), permitiendo su sensibilidad. El alma es una estructura atómica tal como el resto del cuerpo, sólo que sus elementos componentes son más sutiles. Por otro lado, la psicología epicúrea y su concepción del amor, según veremos, es diferente de la tradición que lo asocia a la Unidad cósmica o a la virtud, como también es radicalmente diversa de la compleja teoría platónica.

[8] Es posible hallar estas ideas en muchos versos de poetas como, por ejemplo: Arquíloco de Paros –Arkhílokhos- (fr. 191 y 193, 196-215 West); Mimnermo de Colofón –Mímnermos- (fr. 1 West); Teognis de Mégara –Théognis- (vv. 1231-1234; 1353-1356); Safo de Mitilene –Sapphó- (fr. 47 Voigt); Alceo de Mitilene –Alkaîos- (fr. 10 y fr. 283 Voigt); Anacreonte de Teos –Anakréon- (fr. 413 PMG), entre otros.

This entry was posted on 26 abril 2009 at 18:29 . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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