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.4. Carta a Menoîkeus (en D.L., X, 122-135)
En el colofón de la carta que trata sobre la doctrina ética del epicureísmo, dirigida a su discípulo Menoîkeus, el maestro exhorta a la observación de los preceptos y a la práctica de la filosofía que promueve la afinidad y la compañía: “Estos consejos, pues, y los que se derivan de ellos medítalos en tu interior día y noche a solas y con alguien afín a ti, y jamás, ni despierto ni en sueños sufrirás perturbación, sino que vivirás como un dios entre los hombres, ya que en nada se asemeja a un mortal el hombre que vive entre bienes inmortales[1]”.
Así pues, el cierre de la epístola contiene una exhortación y una promesa. La primera, que hace eco de la prescripción que fue proferida al comienzo, en el 123, al sentar Epíkouros la necesidad de practicar y meditar continuamente los “elementos una vida excelente” (stoikheîa toû kalôs zên), insta nuevamente al destinatario a ejercer en todo momento el hábito de discernir (meletân) —el verbo meletáo tiene precisamente el sentido de la sostenida ocupación en el cuidado providente—, de pensar tales elementos (tà poioûnta tèn eudaimonían), de conformar la vida a ellos en virtud del hábito mismo (synekhôs), que trae a la existencia el tesoro del placer imperturbable (tò méte algeîn mète taráttesthai).
El epicúreo habrá de ponderar estos preceptos en el recogimiento consigo mismo y en compañía, compartiendo con sus afines: la observación (dirigida al filósofo) “vuelto a quien sea semejante a ti” (pròs tòn homoîon seautô) es la única en toda la Carta que puede ser relacionada con la conversación y, en especial, con el concepto de amistad, fundamental en la ética epicúrea. Ella está implicada, según creemos, en la promesa de bienestar con la que termina la carta. De ahí que la frase “zéseis dè hos theòs en anthrópois” expresa el logro superior de la actividad filosófica en la comunidad de amigos. Justamente, la anhelada “seguridad entre los hombres” y el modelo del “ser feliz e imperecedero” coinciden en la preciosa promesa de ventura del epicureísmo, con la cual finaliza la Carta, sellando el pleno sentido que tiene la ausencia de turbación (oudépote… diatakhthése), y anudando esta conclusión con lo dicho a propósito del primer precepto del tetraphármakon (“consideramos que lo divino es lo que perdura imperecedero y feliz”[2]). Con ello también se insinúa la razón de la importancia que posee la concepción de la divinidad en el epicureísmo[3].
En este sentido, es perfectamente verosímil considerar al dios (tò theón) como un modelo de vida bienaventurada, sobre todo si observamos que la epicúrea entidad divina ofrece el tipo paradigmático de ataraxia, de perfecta imperturbabilidad, entendida como perfección de la vida que reposa en el placer puro de su plena presencia para sí[4]. Ahora bien, a pesar de su apariencia paradójica, la afirmación que remata la Carta a Menoîkeus no constituye un mentís al reconocimiento epicúreo de la insalvable finitud humana. La idea de que el sabio “en nada se parece (outhèn… éoike) a un viviente mortal” ha sido inducida por la afirmación de la semejanza con la existencia divina en que la suya se despliega. Pero, desde luego, esta similitud no refiere, en el hombre, a una composición física incorruptible, sino que liga a la ejemplar bienaventuranza del dios la noble práctica del filósofo -dedicado junto a sus amigos a la sabiduría-, en virtud de su continua y perdurable[5] consagración a la dicha.
[1] D. L., X, 135: “Taûta oûn kaì tà toútois syngenê meléta pròs seautòn heméras kaì nyktòs prós seautoî kaì oudépote oúth’ hýpar oút’ ónar diatarakhthési zéseis dè hos teso en anthrópois outhèn gàr éoike thnetoî zoíoi zôn ánthropos en athanátois agathoîs”.
[2] “tòn theòn zoîon áphtharton kaì makárion nomízon”, D. L., X, 123.
[3] Una perplejidad que seguramente asalta a quien emprende el estudio del sistema consiste en comprender por qué, si el propósito es eliminar los factores que puedan incentivar el sufrimiento humano debido al abuso opinativo acerca del mundo, sus causas y fenómenos, ¿por qué no suprimir, sin más, la suposición acerca de la existencia de los dioses? Ciertamente, el correctivo epicúreo de las “opiniones falsas” cancela la idea de que el orden de lo divino sea fuente de temores para los seres humanos. Pero lo hace, aparentemente, disipando todo vínculo entre lo humano y lo divino. ¿Qué sentido tendría, entonces, introducir en la concepción del universo unas entidades absolutamente separadas y, por decirlo así, ontológicamente impávidas? Sólo que no es correcto decir que no hay vínculo alguno entre lo divino y lo humano. No cabe decir del dios lo que se afirma de la muerte, esto es, que “nada es en relación a nosotros”. (En efecto, de lo divino hay prenoción, no así de la muerte.) Por el contrario, en el “como” de la promesa se expresa el vínculo entre lo divino y lo humano, y precisamente a este parangón hay que atender, si lo que se quiere es determinar la significación de los dioses dentro del sistema epicúreo.
[4] Así podríamos, en efecto, definir el ideal ataráxico del epicureísmo.
Por lo demás, la crítica a las representaciones de lo divino, provengan ellas de las creencias populares o de las especulaciones metafísicas, no satisface, pues, una simple necesidad negativa, sino que permite articular el modelo positivo del tipo de vida a que debe aspirar y que ha de alcanzar —conforme a las condiciones de la existencia humana— el sabio, y no sería exagerado, quizás, decir que en esta positividad se concentra el sentido más decisivo de la doctrina epicúrea acerca de los dioses.
[5] Podría relacionarse tal perdurabilidad a un apotegma de Metródoros (fr. 37), que aparece registrado como G.V. X (SV 10): “Recuerda que, aun siendo mortal por naturaleza y habiendo tenido un tiempo limitado, te elevaste, por las reflexiones sobre la naturaleza, a lo infinito y lo eterno y contemplaste «lo que es, lo que será y lo que fue».” En tal sentido, es el pleno placer cuando se alcanzan la máxima confianza y la mayor gratitud lo que se asocia con “lo que es, será y fue”. El placer es, en suma, una percepción clara de la realidad (que abarca lo que se siente al rememorar y al proyectar), una gozosa y franca afirmación de la naturaleza, una auténtica alegría en virtud de la phýsis.
En el colofón de la carta que trata sobre la doctrina ética del epicureísmo, dirigida a su discípulo Menoîkeus, el maestro exhorta a la observación de los preceptos y a la práctica de la filosofía que promueve la afinidad y la compañía: “Estos consejos, pues, y los que se derivan de ellos medítalos en tu interior día y noche a solas y con alguien afín a ti, y jamás, ni despierto ni en sueños sufrirás perturbación, sino que vivirás como un dios entre los hombres, ya que en nada se asemeja a un mortal el hombre que vive entre bienes inmortales[1]”.
Así pues, el cierre de la epístola contiene una exhortación y una promesa. La primera, que hace eco de la prescripción que fue proferida al comienzo, en el 123, al sentar Epíkouros la necesidad de practicar y meditar continuamente los “elementos una vida excelente” (stoikheîa toû kalôs zên), insta nuevamente al destinatario a ejercer en todo momento el hábito de discernir (meletân) —el verbo meletáo tiene precisamente el sentido de la sostenida ocupación en el cuidado providente—, de pensar tales elementos (tà poioûnta tèn eudaimonían), de conformar la vida a ellos en virtud del hábito mismo (synekhôs), que trae a la existencia el tesoro del placer imperturbable (tò méte algeîn mète taráttesthai).
El epicúreo habrá de ponderar estos preceptos en el recogimiento consigo mismo y en compañía, compartiendo con sus afines: la observación (dirigida al filósofo) “vuelto a quien sea semejante a ti” (pròs tòn homoîon seautô) es la única en toda la Carta que puede ser relacionada con la conversación y, en especial, con el concepto de amistad, fundamental en la ética epicúrea. Ella está implicada, según creemos, en la promesa de bienestar con la que termina la carta. De ahí que la frase “zéseis dè hos theòs en anthrópois” expresa el logro superior de la actividad filosófica en la comunidad de amigos. Justamente, la anhelada “seguridad entre los hombres” y el modelo del “ser feliz e imperecedero” coinciden en la preciosa promesa de ventura del epicureísmo, con la cual finaliza la Carta, sellando el pleno sentido que tiene la ausencia de turbación (oudépote… diatakhthése), y anudando esta conclusión con lo dicho a propósito del primer precepto del tetraphármakon (“consideramos que lo divino es lo que perdura imperecedero y feliz”[2]). Con ello también se insinúa la razón de la importancia que posee la concepción de la divinidad en el epicureísmo[3].
En este sentido, es perfectamente verosímil considerar al dios (tò theón) como un modelo de vida bienaventurada, sobre todo si observamos que la epicúrea entidad divina ofrece el tipo paradigmático de ataraxia, de perfecta imperturbabilidad, entendida como perfección de la vida que reposa en el placer puro de su plena presencia para sí[4]. Ahora bien, a pesar de su apariencia paradójica, la afirmación que remata la Carta a Menoîkeus no constituye un mentís al reconocimiento epicúreo de la insalvable finitud humana. La idea de que el sabio “en nada se parece (outhèn… éoike) a un viviente mortal” ha sido inducida por la afirmación de la semejanza con la existencia divina en que la suya se despliega. Pero, desde luego, esta similitud no refiere, en el hombre, a una composición física incorruptible, sino que liga a la ejemplar bienaventuranza del dios la noble práctica del filósofo -dedicado junto a sus amigos a la sabiduría-, en virtud de su continua y perdurable[5] consagración a la dicha.
[1] D. L., X, 135: “Taûta oûn kaì tà toútois syngenê meléta pròs seautòn heméras kaì nyktòs prós seautoî kaì oudépote oúth’ hýpar oút’ ónar diatarakhthési zéseis dè hos teso en anthrópois outhèn gàr éoike thnetoî zoíoi zôn ánthropos en athanátois agathoîs”.
[2] “tòn theòn zoîon áphtharton kaì makárion nomízon”, D. L., X, 123.
[3] Una perplejidad que seguramente asalta a quien emprende el estudio del sistema consiste en comprender por qué, si el propósito es eliminar los factores que puedan incentivar el sufrimiento humano debido al abuso opinativo acerca del mundo, sus causas y fenómenos, ¿por qué no suprimir, sin más, la suposición acerca de la existencia de los dioses? Ciertamente, el correctivo epicúreo de las “opiniones falsas” cancela la idea de que el orden de lo divino sea fuente de temores para los seres humanos. Pero lo hace, aparentemente, disipando todo vínculo entre lo humano y lo divino. ¿Qué sentido tendría, entonces, introducir en la concepción del universo unas entidades absolutamente separadas y, por decirlo así, ontológicamente impávidas? Sólo que no es correcto decir que no hay vínculo alguno entre lo divino y lo humano. No cabe decir del dios lo que se afirma de la muerte, esto es, que “nada es en relación a nosotros”. (En efecto, de lo divino hay prenoción, no así de la muerte.) Por el contrario, en el “como” de la promesa se expresa el vínculo entre lo divino y lo humano, y precisamente a este parangón hay que atender, si lo que se quiere es determinar la significación de los dioses dentro del sistema epicúreo.
[4] Así podríamos, en efecto, definir el ideal ataráxico del epicureísmo.
Por lo demás, la crítica a las representaciones de lo divino, provengan ellas de las creencias populares o de las especulaciones metafísicas, no satisface, pues, una simple necesidad negativa, sino que permite articular el modelo positivo del tipo de vida a que debe aspirar y que ha de alcanzar —conforme a las condiciones de la existencia humana— el sabio, y no sería exagerado, quizás, decir que en esta positividad se concentra el sentido más decisivo de la doctrina epicúrea acerca de los dioses.
[5] Podría relacionarse tal perdurabilidad a un apotegma de Metródoros (fr. 37), que aparece registrado como G.V. X (SV 10): “Recuerda que, aun siendo mortal por naturaleza y habiendo tenido un tiempo limitado, te elevaste, por las reflexiones sobre la naturaleza, a lo infinito y lo eterno y contemplaste «lo que es, lo que será y lo que fue».” En tal sentido, es el pleno placer cuando se alcanzan la máxima confianza y la mayor gratitud lo que se asocia con “lo que es, será y fue”. El placer es, en suma, una percepción clara de la realidad (que abarca lo que se siente al rememorar y al proyectar), una gozosa y franca afirmación de la naturaleza, una auténtica alegría en virtud de la phýsis.
This entry was posted
on 30 marzo 2009
at 17:46
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